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Marzo doloroso
Hace más de tres décadas, en 1980, hubo un marzo indeleble. Un marzo de muerte y de silencio, de odio arrasador, marzo de fuego con la muerte al costado. Lo viví con un gemido de angustia, sosteniendo las lágrimas en las puntas de las pestañas porque “no hay que llorar, compañerita”. Y yo, con una valentía que no tengo, me daba la vuelta, apretaba los dientes y los puños y me tragaba el llanto. Un río de lágrimas me tragué ese marzo y ese año maldito, que se juntó con los ríos salados de otros marzos –el del 76, el del 81, el del 84- y otros años que le antecedieron y que le siguieron a ese, hasta formar un
torrente, un mar insondable de tristeza en el que quisieron ahogarnos.
torrente, un mar insondable de tristeza en el que quisieron ahogarnos.
Con una pausa en la Semana Santa, ese marzo de noche, de oscurana fatal, huérfana de luciérnagas, de luces y de estrellas, nos duró muchos meses. En la mañana, el crimen –doble, triple, en solitario. En la noche, el velorio. Al día siguiente, el entierro. Y vuelta a empezar. Ese fue el ritmo que le impusieron a la muerte, planificado con una racionalidad perversa e inhumana por los amos de nuestro último aliento. A veces lo rompían, como cuando mataban por error a alguien que tenía un carro igual o se parecía a la futura víctima –como fue el caso lamentable de la pareja confundida con Edna Ibarra y Carlos Figueroa- y los sicarios debían corregir el error.
En ese tiempo trabajaba en una escuelita de una aldea cercana a la capital, sin luz, ni agua potable, ni centro de salud. La única presencia del Estado era la nuestra y en qué condiciones… Al mediodía, cuando subía al pueblo y pasaba por mi casa, la pregunta obligada a mi mamá –que mantenía la oreja pegada a las noticias- era “¿a quién mataron hoy?” Según correspondía, tenía que escucharla decirme que “hoy no toca” o todo lo contrario, junto con los nombres de una o de varias personas asesinadas, casi siempre estudiantes o profesores/as de la Universidad de San Carlos.
Aguanté tres entierros. El de Julio del Valle –mi hermano del alma- detenido, torturado y muerto junto con Iván Alfonso Bravo y Marco Tulio Pereira, el 22 de marzo, un triple asesinato con el que empezó todo. Dos días después de haber enterrado a Julio, acompañé a Camilo al de su padre, Hugo Rolando; era muy niño entonces, pero ya sabía del riesgo en que vivían y lo plasmó en un maravilloso cuento que prometo escribir con el recuerdo. Y con mi amiga Dora María –que lo supo antes de que pasara- fui al de Maco Urízar, el padre de su hijo, a quien mataron tras la pausa de la Semana Santa. En los días de rezos y procesiones –en los que hasta los criminales se tomaron un descanso- me refugié con ella y su familia en el sur del país, en un paraíso de árboles, cascadas y ríos limpios. Esa ha sido la única vez que he sacado cangrejos debajo de las piedras y comido el exquisito guiso preparado por su madre.
Tres entierros y ya no pude más. Con las fuerzas perdidas, también perdí la cuenta de las mujeres y hombres asesinados en ese marzo triste, que se extendió hasta junio, julio, agosto y no sé cuánto más. Sin enterarme, porque enterrábamos a Julio, en el vecino El Salvador, se producía el asesinato cobarde de Monseñor Romero.
Sobrevivimos a la muerte, sobreviví al dolor. Su intensidad disminuyó no a causa del alivio que pudiera haberme dado la justicia, sino porque sucedieron cosas más brutales, como la desaparición forzada de mi hermano en octubre de 1981.
Sin embargo, cuando llega marzo revivo aquel otro nunca ido en el recuerdo de las vidas truncadas. Sin proponérmelo, recreo el mismo estremecimiento que sentía en la piel al oír las noticias y cada vez el río ha querido salirse por los ojos. Hablo de mi dolor, de esa íntima e intensa experiencia personal intransferible que describo mediante las palabras o contengo con el abrazo solidario para encontrar consuelo. Pero lo mío también es lo vivido por miles de compatriotas que perdieron a un ser querido en la vorágine de sangre que envolvió a Guatemala y la cambió para siempre.
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