Iván Alfonso,Julio, Maco…
Por Mario Alfonso Bravo- Guatemala, 21 de marzo de 2010
Por siempre en la lucha y en nuestro corazón
Aquel cable de prensa, aquella previsible pero indeseable posibilidad, fueron un hachazo brutal, un filazo profundo: el sábado 22 de marzo de 1980, a eso de las dos de la tarde, fueron secuestrados los estudiantes universitarios Iván Alfonso Bravo Soto, Julio César del Valle y Marco Antonio Pereira. Los cadáveres, con señales de tortura, las ropas rasgadas violentamente, dos de ellos estrangulados y todos ametrallados, aparecieron el mismo día, a eso de las 17 horas, en la carretera que conduce a Santa Rosita, zona 16 de la capital guatemalteca.
Te imaginás hermanito. A miles de kilómetros de distancia, sentí de golpe, una vez más, que el dulce terruño, el pequeño solar, seguía siendo el páramo amargo, la árida extensión reacia a las semillas de esperanzas inmensas, pero en cambio fértil y abierta a infinitas desgracias. En el agobio de la ausencia, saturada de anunciación de amaneceres que aún no llegan, inevitables y atropelladas brotaron como de fauces las blasfemias y una profunda indignación elevó a dimensiones colosales mis odios acumulados.
Tempestades efímeras. En la patria querida, la muerte seguiría su curso más que la vida. Y más ausente aún, terminaría soterrando el primario e irracional propósito de cobrarme tan artera puñalada, ojo por ojo y diente por diente. Frente al hecho consumado, se sobrepuso el discurso de entonces, esa rara mezcla de religiosa racionalidad de los revolucionarios en Guatemala que hacía de la muerte un presupuesto indefinido de la lucha por la vida. ¿Hasta cuándo?
Como muchos otros, tu holocausto Iván Alfonso… fue un motivo más para urgir apoyos, para “redoblar” la solidaridad. Y como tantas veces ocurrió, de nuevo sucedió el tumulto de puños alzados, enronquecidas gargantas, denuncias y condenas unánimes. Alicientes profundos, pero no siempre más grandes que la aflicción. En los instantes en que ésta se impuso, me di a rebuscar en lejanos y oscuros rincones un asidero a la ilusión. Esperaba que todo aquel horror fuera un mal ejercicio de irrealidad.
No lo fue. Como no lo fueron la insaciable cauda de secuestros y asesinatos producidos antes y después de aquellos amargos meses de 1980, repletos de intolerancia y represión.
Es imprescindible no olvidar, porque los protagonistas de la dantesca cacería de Hombres hace treinta años (los Lucas García, los Donaldos Álvarez, los Chupina, los Valiente Téllez, los García Arredondo…) y el Estado triturador que dirigían, aún andan sueltos, aún permanecen intactos, en los relevos que prohijan. Y siguen siendo de esa misma ralea minotauril orquestada a cuatro manos por gringos y oligarcas, en las que pesa más lo bestial que lo humano.
Cómo no recordar: ¿acaso no fue bestialidad inaudita, antes de tu muerte Iván Alfonso, lo ocurrido en la Embajada de España aquel 31 de enero de 1980? Tras tan cruenta masacre, para los minotauros no hubo ya límites. Y en su desbocada carrera, volcarían su irracionalidad muchas veces más sobre la martirizada Universidad de San Carlos. En esa rasante y macabra carrera caíste vos, como muchas otras y otros entrañables hijos del pueblo.
En estricto sentido, hermanito, pienso que tu vida al igual que tu muerte encerraron todo lo común y extraordinario, lo sencillo y sublime, de los cientos y miles de vidas, pasiones y muertes ocurridas en nuestro anegado huerto, por causa de ansiadas libertades y nunca satisfechos derechos. Frente al carro centauril de la ignominia, todo lo noble y lo atroz cupo en tu sacrificio, como en el de los masacrados el 31 de Enero, en el zarpazo final de la fiera contra el último aliento de vida de Gregorio Yujá Xoná, en el del Lic. Jiménez Cajas y Alejandro Cotí, en los de Julio del Valle, Maco Pereira, Hugo Rolando Melgar, Julio Alfonso Figueroa, Horacio Flores, Tono Urizar, Johny Dahinten, Carlos Figueroa, Edna Ibarra y tantos otros universitarios y no universitarios, patriotas ejemplares, segados por el vendaval letal de aquellos meses.
Por eso la insistencia. A treinta años, la danza de la muerte no cesa y con la incertidumbre de lo que pasó con los detenidos-desaparecidos y la impunidad de los responsables de los asesinatos y masacres en ciudades y montes, las llagas se enconan y el pus de la descomposición total, de la insensibilidad y no del hartazgo, han terminado por irradiarse a toda la nación. ¿O es que –finalmente- nos volvimos empedernidos masoquistas?. Evidentemente la responsabilidad criminal de los esbirros ha quedado fuera de toda duda. Pero, por desgracia, pareciera que la mayoría de guatemaltecos se han acostumbrado ya a convivir con la impunidad, y no poco contribuimos con ello los que continuamos sosteniendo a fuerza de golpes y dogmas que la muerte seguirá siendo un presupuesto obligado de la vida, hasta que ésta acabe alguna vez con la muerte. Tan encallecido tenemos ya el corazón.
Esa era, precisamente, la convicción cuando naciste a la lucha social y política en el amanecer de tus 17 años. Lo recuerdo porque percibí tu agitación cuando, todavía con el maletín de viajero al hombro y recién llegado de la capital, estuviste espontáneamente dispuesto a apoyar aquellas “pintas” antigubernamentales jotapetianas que habrían de quedar estampadas para siempre sobre la encalada pared de nuestros ideales. Y luego lo sentí en tu paso sigiloso y emocionado por las calles empedradas y casi desiertas, una noche lluviosa, de las de siempre en nuestro pueblo. De esta manera, azarosamente, los manantiales primigenios de tu conciencia encontraron los cauces para lo que, luego, serían los ríos profundos de tu compromiso y tu consecuencia.
En poco tiempo se nos hizo visible la fuerza y solidez de lo más hermoso que hubo en vos: tu inmensa capacidad de afecto y entrega por los que sufren, luchan y viven; tu absoluto desapego a cualquier interés material y tu infinita modestia, hasta concluir en lo que fue y sigue siendo historia común y multitudinaria. Militante activo del movimiento estudiantil universitario en la cresta de la lucha de masas de los últimos años setentas, llegaste a ser parte de aquel heroico Secretariado de la AEU que presidió Oliverio Castañeda de León. En su seno, y durante los dos últimos años de tu corta existencia, viviste así el torbellino profundo de la lucha popular y seguro que sentiste sobre vos el peso colosal de los compromisos asentados en las convicciones y la legitimidad. Profundamente consecuente, y digno de esa inmarcesible generación de dirigentes y luchadores sociales que optaron por los gólgotas antes que dar marcha atrás en el justo reclamo, no vacilaste en seguir labrando el surco cuando era ya evidente que entre la luz mañanera de tus humanas aspiraciones y la terrenalidad de la vida se había interpuesto ya –sombría- la posibilidad de tu muerte. Y al desembocar en ella, tus ríos profundos se diluyeron como gotas en la memoria eterna y el marítimo corazón del pueblo.
No creás que ignoro los mil y un ruegos que te hicieron para que resguardaras tu vida y así zanjar cuentas con la incertidumbre. No accediste y con ello pintaste tu raya. (Después de tu asesinato brutal, nuestra madre entrañable solía conformarse diciendo que, por lo menos, tu martirizado cuerpo había aparecido: insólito consuelo, pero ilustrativo. ¿Acaso puede concebirse dolor más hondo o vejación más grande que la de malvivir con la demoníaca esperanza de encontrar algún día al familiar querido o al amigo, al camarada desaparecido, como le sucedió a nuestra propia madre con el caso de nuestro hermano Hugo César?). Y es que, al desafiar a la muerte optabas por la vida. Sólo así se puede explicar el porqué de ese aferramiento al compromiso cotidiano, en medio del violento vendaval. Frente al inaudito desprecio por los derechos del pueblo, mantuviste tu decisión. Y –como escribiera Hugo Rolando Melgar en su trágica Carta Póstuma de enero de 1980- frente a tanta amargura asumiste que “la muerte, al igual que la vida, hay que enfrentarla con dignidad, con serenidad y con fortaleza de ánimo…”
La dignidad absolutamente ausente en los esbirros fue la que te sobró. La terrible prueba de ello fue tu hermosura veinteañera destrozada y tu lengua –capaz de modular todas las voces libertarias- cercenada. Hoy son otras y otros los siguen hablando por vos en el esfuerzo cotidiano.
Ahora, a treinta años, al evocar lo sencillo y extraordinario de tu corta vida, resaltan junto a tu ejemplo el de muchos otros que, con su entrega, ensancharon el surco de la utopía que aún no germina.
No se trata de hacer el recuento, pero cuando eso suceda ahí estarán con la luz de sus convicciones. Entre ellos, Hugo César Bravo Soto –nuestro hermano, mártir solidario y consecuente con la lucha de un pueblo hermano, secuestrado, asesinado y desaparecido en El Salvador en mayo de 1981-, Julio Calderón –sencillo e inmenso como el volcán que da nombre a su cuna-, Emil Bustamante, Luis Colíndres, Gustavo Meza, Santiago López, Fernando García, Héctor Alvarado, Víctor Quintanilla, Alma Libia Samayoa, Carlitos Cuevas, Hugo Baldizón, Willy Miranda, Gilberto Escribá, Edgar Fuentes, Rosa María Castillo, Braulio, Remigio, Silverio… y muchos, muchos más, por ahora algunos todavía innombrables pero que por siempre vivirán en los torrentes de lucha del pueblo…y en nuestro corazón.
* Artículo tomado de la Revista Otra Guatemala, No. 10. México, Enero-Febrero de 1990. Pgs. 46-47. Adaptado por el autor para la conmemoración del 30 Aniversario del asesinato de Iván Alfonso Bravo Soto. marzo 2010 www.albedrio,org
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