Tania Palencia Prado
En Guatemala existe un imaginario sobre la autoridad pública que urge transformar porque nos está haciendo mucho daño. Ese imaginario ha consistido en alimentar ideas y valores acerca de que la fuerza va aparejada con el mando. El que manda da miedo. Toda la historia de este país nos muestra que la autoridad pública se ha impuesto matando y despojando. Y se le ha investido de tanto poder que si usted es autoridad pública entonces tendrá su séquito armado, decidirá, tendrá la razón, mandará, ordenará y controlará. Siglos han pasado colocando a esta autoridad pública en un pedestal hasta arriba mientras las demás personas tenemos que agachar la cabeza y pintarnos el dedo cada cuatro años.
Esa vieja autoridad es la que usó el gobierno de Otto Pérez Molina el pasado 4 de octubre. No le importó que en casa presidencial estuviera una delegación que representaba a todo el Pueblo Maya K’iche’ del departamento de Totonicapán, ni que llevara la voz de las autoridades ancestrales de los 48 cantones. No le importó ni la misma Constitución de la República que protege los derechos de manifestación y de protesta. No le importó que la gente estuviera incluso a los lados de la carretera. Su orden fue matar y otra vez Guatemala es testiga de una nueva masacre: 8 muertos, más de 30 heridos y muchas personas intoxicadas.
Hoy los medios de comunicación masiva repiten y nos hacen creer que lo que sucedió fue una trifulca de bochincheros y que el gobierno no hizo más que garantizar el Estado de Derecho. Ya se dijo lo mismo en el Polochic, en Barillas, en Quiché, en San Marcos, en San Rafael Las Flores y con las juventudes normalistas. Hoy, sin embargo, hay novedades que explican recientes asesinatos: los soldados se disfrazan de policías, los policías actúan como soldados y entre sus bombas forman la niebla para sacar a escondidas las armas asesinas. Esa es la autoridad pública de Guatemala: o hacés caso o te mato o se aguanta o se calla.
¿El Estado de quién? ¿El derecho para quién? Todo el sistema político está hecho para que la autoridad pública defienda los privilegios y métodos que tienen los empresarios para decidir sobre la vida y la muerte de la gente, especialmente de las comunidades campesinas e indígenas. ¿Acaso no es un asunto de la autoridad pública discutir por qué la trasnacional española Unión Fenosa está haciendo cobros excesivos por el consumo de energía eléctrica? Esa fue una de las tres demandas del pueblo de Totonicapán. Detrás de la masacre están los negocios de Unión Fenosa y más atrás se ocultan los planes de otras multinacionales asociadas a grandes ingenios azucareros que están urgidos por controlar los ríos para tener el monopolio de hidroeléctricas y vender luz a Centroamérica.
El Estado en su conjunto, que da vida a la autoridad pública, ha sido creado, capturado y organizado para facilitar los negocios de unas cuantas familias que ven a Guatemala como si fuera su finca. Hace 70 años estas elites banqueras y agroexportadoras no movían un dedo a favor de la alfabetización de la población y menos a favor de escuelas bilingües porque sólo necesitaban pagar salarios de hambre para mano de obra no calificada, a la que acarreaban como ganado con ayuda de los comisionados militares. Hoy hasta empresas miembras del CACIF, como las textileras y los call center, están metidas detrás de la reforma educativa porque sus nuevos negocios necesitan robar el trabajo de los que saben leer y escribir, sin que implique un aumento en el salario mínimo legal. Y esa fue la otra demanda del pueblo de Totonicapán: ¿Por qué se quiere estimular la formación privada de maestras y maestros? ¿Por qué no hacemos más escuelas gratuitas? Pero la autoridad pública, con este gobierno al estilo genocida, otra vez respondió enmudeciendo en lugar de escuchar y atender.
En este país la autoridad pública es una institución que se burla del bien común porque está dedicada a facilitar el lucro de los negocios privados, desde la exoneración de impuestos hasta el respaldo para despojar de tierras y desalojar a aldeas enteras. Por eso no alcanza el presupuesto, porque se reparten el dinero público en corruptelas y tráficos de influencias. Quieren convertir en ley sus abusos de poder. Sólo así se explica que ahora se quiera cambiar la Constitución para legalizar la presencia del ejército en la seguridad interior. La mesiánica autoridad pública de Pérez Molina propone reformas constitucionales para que el presidente a su antojo disponga del ejército y decrete cualquier estado de excepción sin ningún control del Congreso. Con una mano el gobierno entrega un paquete de reformas constitucionales militaristas y racistas y con la otra mano habla de reforma educativa a favor de la educación bilingüe. Esa fue la tercera demanda del pueblo de Totonicapán: ¿Por qué las reformas constitucionales no amplían los derechos de los pueblos originarios? La masacre fue la respuesta.
Lo que pasó el 4 de octubre nos ofrece un gran aprendizaje: el Estado no respeta la autoridad comunitaria, la menosprecia, la odia. Los grandes empresarios de este país nunca han valorado la democracia comunitaria. La autoridad pública, tal como hasta ahora ha existido, funciona para oprimir y no para vivir bien. Los 48 cantones son un estorbo; las consultas comunitarias no merecen ni una noticia y hasta los COCODES son menospreciados, desgastados y contaminados al hacerlos pelearse por proyectitos, bolsas solidarias o bonos seguros, mientras sus más profundas necesidades son desatendidas. ¿Quién es la autoridad? ¿Son esas familias finqueras militaristas, son los soldados siempre a su servicio, son los tecnócratas que adoran el mercado del dinero? ¿O es la voluntad de las comunidades?.
Otra autoridad pública será posible en Guatemala sólo con democracia comunitaria. Las autoridades comunitarias son más auténticas que cualquier partido político. Aunque nos han obligado a vivir en la competencia de estar cada quien sacando agua para su molino, debemos remontar esa cultura y valorar profundamente las necesidades colectivas. La libertad de cada persona necesita de colectivos sanos y solidarios. En las comunidades se exige la autoridad compartida, se crea un ambiente de corresponsabilidad, se habla cara a cara de los problemas y las soluciones y también se rechazan a las autoridades que se venden a las ofertas lucrativas. Cientos de autoridades comunitarias, mujeres y hombres, son personas que saben, que entienden los problemas de la gente, que tienen conocimientos sobre cómo viven y cómo mejorar sus vidas.
Los 48 cantones existían antes de la Constitución de la República, existían antes que se impusiera esta nación monocultural. Por eso hablar de reformas políticas o educativas mientras no se reconoce la autoridad ancestral sólo confirma que este Estado prefiere la dictadura a la democracia. Un fascismo social que significa retener y aumentar privilegios a cualquier costo. En esa autoridad no reside el intercambio de saberes, no se encuentra el respeto a las diferencias, no se detecta voluntad común. Su poder es el terror y, en el fondo, como bien dijo Eduardo Galeano, todo autoritarismo es miedo a perder el poder.
Si queremos mirar adelante observemos el ayer con atención. Ninguna dictadura debe cobrar vida otra vez en Guatemala y ninguna falsa democracia, de siervos y señores, de soldados disfrazados, de políticos ovejeros, debe ser tolerada. Necesitamos otras instituciones estatales, otro régimen de autoridad pública, otras economías, donde florezca la autoridad comunitaria como expresión de una voluntad común para cuidar la vida. Necesitamos una democracia revolucionaria, profunda, dedicada a combatir tantas desigualdades y a construir lo necesario para vivir bien. Nos han quitado el poder de decidir sobre nuestras vidas y es lo que debemos recuperar. Los pueblos existen, que se levanten, que ninguno se quede atrás; este mensaje viene del ayer y no podemos seguir desoyéndolo, tal y como quiere la dictadura, con nuestra cabeza agachada.
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