RR, cuento por Javier Mosquera Saravia
Hoy que se cumplen 30 años de la masacre de Las Dos Erres, comparto con ustedes el cuento “RR” escrito por Javier Mosquera Saravia y publicado en el libro “Angélica en la ventana” (http://www.fygeditores.com/fgangelica.htm). Agradezco al autor su autorización para reproducirlo.
¿Por qué el olor es la lombriz que se desliza entre la tierra y el silencio y apesta la conciencia? ¿Por qué termina en el miedo y llega la pesadilla? ¿Por qué la sangre, la tierra y los cadáveres? ¿Por qué los días corroen la carne y quedan sólo huesos, calaveras enmudecidas, silencio? ¿Por qué el olvido?
***
Un poco antes de las nueve el camión empieza a llenarse de soldados. Van de civil y camisa verde olivo y armas que no acostumbran. Se acomodan en la carrocería. Bromas y bostezos. Fuman despacio. No les preocupa mucho la vida, ni miran al cielo. Allí, presienten, no hay dioses misericordiosos, sólo demonios. A las nueve al camión empieza a moverse. Las luces espantan un pedazo de oscuridad. Con cada ruido las doscientas manos aprietan los fusiles y se los ponen en los hombros. No pasa nada. Los bajan. Otro ruido, otro apretón, otro relajamiento. Es una extraña relación amorosa. Los hoyos del camino los sacuden obligándolos a la danza negra. Dos horas dura el baile. El camión se detiene en la entrada de esa comunidad con nombre de letra repetida.
Bajan del camión y, aunque separados, se mantienen unidos y miran a todos lados. Movimientos igualados. Se acercan a las casas, a las puertas indefensas. Las estrellas tiemblan asustadas. La oscuridad es escondite inamovible. Se acercan. Patadas. Las puertas rotas dejan entrar a la noche y la noche entra llena de golpes. Y entonces los brazos partidos, las caras ensangrentadas y la noche se lleva a rastras a los niños. Pero no, no es la noche la secuestradora.
Bajo el techo de la Iglesia se acumulan oraciones. Son tantas que se vuelven neblina espesa, humor desesperado en busca de esperanza. Aliento de miedo que se apodera de las hornacinas, de los nichos. Sube por las paredes del templo y empapa el altar de lágrimas. Las mujeres y los niños se abrazan y se sueltan y se vuelven a abrazar. Los santos de palo pierden las palabras y se quedan callados. Ni siquiera Dios sabe qué hacer.
En la escuela los hombres aprenden que no saber mata. El lenguaje implacable de las patadas. La aritmética de los culatazos, la geografía del miedo.
Unos gritos de niña se rompen en los muros.
Quien arrastra la inocencia y rasga los vestidos y aprieta los senos infantiles, quien abre las piernas indefensas, no es la selva. Los soldados descargan su semilla funesta en el sexo pequeño, vuelto ceniza. Al oír los gritos de la niña la noche rasga sus vestidos de estrellas, la luna se da vuelta negándose a ser testigo, los árboles callan amedrentados. Y ningún Dios mueve ningún dedo. Los gritos vuelven de cristal el aire y los corazones, y ambos se rompen en mil pedazos. El día se asoma tímidamente, sin alivio ni esperanza.
“Hay que vacunar”, se escucha en la radio. A las dos de la tarde un golpe seco y débil rompe apenas el silencio. Cabeza de trapo en fondo de tierra. Los sesos y la sangre humedecen el suelo. Pero muy poco. Después un aguacero de cabecitas inaugura el temporal de la muerte. Afuera los soldados bautizan a martillazos a los niños y luego los lanza al pozo. Uno a uno van quedando con los pies hacia arriba, en el fondo, como en formación, listos para entrar al aula del paraíso y recibir la lección del silencio.
De la Iglesia y la escuela salen dos ríos de lágrimas. Se juntan a medio patio y entre todo ese llanto nadie puede creerlo y menos hacer algo. Entonces empiezan a sacar a los ancianos y a las mujeres. Los llevan a la orilla del pozo, los arrodillan y les dan el mismo sacramento que a los niños. A las embarazadas les brincan encima del estómago. Siguen con algunos hombres, hasta la hora de cenar. El pozo, que nunca tuvo agua, ahora sacia su sed con sangre y lágrimas.
Después de comer, los soldados bromean un rato y más tarde violan a las mujeres y a las niñas que aún viven. Se acomodan bajo la noche y duermen tranquilos.
***
¿Por qué el revoltijo de sesos convertido en pensamiento inútil, esperanzas frustradas, ilusiones inservibles, amores truncados? ¿Por qué cabezas rotas sobre el suelo y más cabezas rotas sobre pies inertes y más cabezas rotas sobre más pies inertes, hasta formar una escalera desesperada que intenta, inútil, escapar?
¿Por qué todavía hay brazos que se mueven en un necio intento de atrapar la luz que se les escapa de los ojos? ¿Por qué a la noche le sigue la noche eterna? ¿Por qué no hay descanso, ni paz? ¿Por qué el silencio?
***
Los soldados se alejan caminando por la selva. Todavía dejan algunos cadáveres tirados en su retirada. Tres días después, ahorcan a las dos últimas niñas que guardaban para entretenerse. Suponen que no dejan ningún testigo.
Un niño sale corriendo y se viste de selva. Dedos palitos, manos ramitas. Se vuelve árbol y le salen raíces. Calla ahora, no vaya a ser que... Calla dentro de un ratito, no vaya a ser que... Calla algunos días, calla algunos años. Árbol con ojos providenciales. Árbol con memoria necia.
Días después llegan tractores y camiones. Y entre llamas y ruinas intentan purificar los olores del genocidio e invocar el olvido y la impunidad. En dos horas entierran hasta el último recoveco de memoria. Echan más tierra sobre el pozo, por si a algún muerto le da por resucitar.
Cuando empieza a crecer el olvido llegan vecinos de al lado. Ven el pozo y se niegan a creerlo. Siembran una semilla de amate para que sirva de seña. Se persignan y se van. Todo queda entonces a merced del tiempo.
Las raíces empiezan a crecer. Se alimentan de carne y sangre. Con los días a la selva se le alargan los brazos. Con los meses.... Agua, huesos húmedos. Polvo, calaveras solitarias. Con los años...
Después de mucha lluvia y sol, al fin los pájaros cantan. El pozo abre la boca y hace como que grita. La selva se llena de rabia.
***
¿Por qué en un día de sol con lluvia ponen los huesos en fila, con etiquetas? ¿Por qué los arman como un rompecabezas y les toman fotos y los meten en cajones? ¿Por qué vuelven a la oscuridad?
¿Por qué se niegan a callar el ratito que están fuera? ¿Por qué todo esto?
¿Nunca más?
http://raulfigueroasarti.blogspot.com/2012/12/rr-cuento-por-javier-mosquera-saravia.html
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