Marco Antonio Molina Theissen, desaparecido el 6 de octubre de 1981 |
40.12 la detención y posterior desaparición forzada de Marco Antonio Molina
Theissen fue ejecutada por efectivos del ejército guatemalteco,
presuntamente como represalia por la fuga de su hermana Emma Guadalupe
Molina Theissen del Cuartel Militar “Manuel Lisandro Barillas”, y como castigo
para una familia considerada por ellos como “enemiga”;[i]
6 de octubre de 2013. Despierto. Es otro 6 de octubre, el 33 contando desde el día cero. Me aplastan estos 32 años sin mi hermano, arrebatado violenta y perversamente de la vida, sin justicia. Me aplasta el regodeo de los hombres sin alma, sin remordimientos, sin conciencia de su crueldad infinita.
27 de septiembre de 1981. 7:00 am. A esa hora, hace 32 años, se había iniciado la tragedia. Mi hermana ya había sido capturada por el ejército. Al pasar por un retén militar, a la altura de Santa Lucía Utatlán fue detenido el autobús de la empresa Galgos en el que se conducía de la capital a Quetzaltenango y sucedió una cosa inusual. Al registrar a la gente, le tocaron el cuerpo, lo que casi nunca hacían con las mujeres, y le encontraron documentos de una organización opositora. La apartaron del grupo y, con dificultad, convenció a sus captores de que viajaba sola, de que no conocía al muchacho que iba sentado a su lado y logró que lo dejaran ir. A partir de ese momento, fue detenida ilegalmente por hombres que no tenían facultades legales para proceder de esa forma.
Mi hermana menor en ese tiempo era casi una niña. Pequeña y asustada, estuvo todo el día tirada sobre el piso de tierra de una choza situada a unos 100 metros de la carretera. Afuera, la vida brillaba en los maizales tostados por el sol del altiplano, sentía el olor del bosque, la rodeaba un bello paisaje que no miró más. Con un zarpazo, había sido sustraída del mundo y llevada al territorio de la muerte, un submundo de horror construido en la clandestinidad, regido por hombres desalmados que no dudaron en actuar salvajemente para atacar y destruir a gente indefensa. Aún engrilletada, buscó la forma de evadirse. Sabía que al haber caído en ese laberinto letal de intolerancia y odio, su vida ya no le pertenecía.
(Ese 27 de septiembre fue domingo. Yo no cabía en mi pellejo. Se apoderó de mí una inquietud distinta, malsana. Sin saber qué pasaba, salí a caminar en un intento vano de calmarme. Con los ojos de la memoria me veo deambulando sin rumbo por las calles de Xela, sin lograrlo.)
Por la tarde, fue trasladada a la base militar de Quetzaltenango Manuel Lisandro Barillas. Antes de encerrarla en una de las barracas que hacía las veces de prisión clandestina, fue el festín de los soldados que volvían borrachos al cuartel. Se desmayó.
Sola y desprotegida, prisionera en un lugar secreto, apartada de la vida, totalmente indefensa, ocultada de nuestra vista, lejos de todo fue colocada en un lugar completamente ajeno al mundo regido por la ley y la justicia. Lejos de nuestro amor y nuestro abrazo, muy poco pudimos hacer contra la avalancha de odio que la aplastó durante nueve días.
Afuera, impotentes, silenciadxs, perseguidxs, la buscábamos. Durante los nueve días en los que fue retenida ilegalmente en el cuartel, como animal herido olfateé el aire para encontrar su rastro, quise hallar el camino que podría haber tomado libremente para hallarla sana y salva (se enfermó y está en un hospital o en la casa de alguien era mi fantasía predilecta). Pese a que de una extraña manera estaba segura de que ellos la tenían, infructuosamente recorrimos hospitales y preguntamos por ella en las empresas de autobuses que hacían el recorrido entre la capital y Xela. La única certeza que teníamos era que había abordado alguno de ellos. Una noticia nos llevó hasta las puertas de La Verbena (botados cual basura, habían encontrado tres cuerpos de mujeres jóvenes que respondían a su descripción). Temblorosa escuché que ya las habían identificado.
De Guatemala a Quetzaltenango, el territorio era un mapa en mi cabeza y la ponía en mil lugares en los que estaba bien. Me negaba a imaginármela en sus garras. Pero la búsqueda no nos llevó a ninguna parte. Íbamos de frustración en frustración, sin tiempo para detenernos a tomar aire, sin desmayo. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada. Nadie nos dijo nada. Como siempre.
28 de septiembre de 2013. Me detengo a las puertas de mi infierno no quisiera recordar más lo sucedido en esos días. No quisiera ni suponer cómo fueron para ella, atrapada, vejada, humillada, atacada en su dignidad como mujer y como ser humano por perversos infrahumanos que intentaron convertirla en delatora. Son días de durísimas rememoraciones. Se remueven los dolores del alma que aguijonean el cuerpo. Estoy en un cuarto oscuro. Las ráfagas de luz iluminan retazos muy tristes de mi vida. Recuerdo, rememoro, re – vivo con cada una de mis células, con cada uno de mis pensamientos, dormida o despierta repaso cada maldito día.
27, 28, 29, 30 de septiembre; 1, 2, 3, 4, 5 de octubre. Casi nueve días. 202 horas. 12 120 minutos. Casi un millón de segundos pasó mi hermana en ese lugar en el que fue sometida a las torturas y otros tratos inhumanos, crueles y degradantes, como los define la Convención Internacional Contra la Tortura. ¿Por qué, si había cometido un delito según las leyes restrictivas de los derechos ciudadanos que proscribían a las agrupaciones opositoras revolucionarias, no fue consignada ante un tribunal?
5 de octubre de 2013. Hace 32 años mi hermana escapó del cuartel. Indoblegable, su impulso vital le permitió aprovechar la insólita oportunidad que se le presentó cuando la dejaron sola y pudo zafarse los grilletes debido a que había perdido por lo menos la cuarta parte de su peso.
La alegría nos duró muy poco.
6 de octubre de 1981. 1 pm. Detención ilegal y desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen, mi hermano.
Pero hoy quiero soñar, quiero suponer que todo fue distinto.
Entonces, digamos que usted no estaba allí, hermano de mi alma, dulce recuerdo amado. Estaba en otra parte, no en ese lugar y ese momento en el que usted mismo se puso una mordaza para callar lo que muy bien sabía: el paradero de su hermana. Tampoco estaba su madre. Los dos iban tomados de las manos huyendo hacia la vida, caminando sobre un prado verde donde nacían las flores más hermosas y las copas de los árboles dejaban entrever trozos del cielo más azul, como jamás lo había visto. Digamos que nunca pasó nada, que los engendros salidos del abismo nunca llegaron a la casa con sus armas de grueso calibre para enfrentar a una madre y su hijo y arrebatárselo de los brazos. Mamá no abrió la puerta, esa misma por donde nos arrojaron al infierno, porque no estaba allí incrédula, aterrada, mirando a los tres infrahumanos que irrumpieron en ese lugar sagrado, inviolable según la Constitución, y en nuestras existencias marchitándolas.
Ellos no entraron nunca en nuestra casa y no la recorrieron arrastrando a mi madre con un arma apuntándole a su cabeza buscando armas, libros y subversivos. Allí jamás hubo otra cosa que gente soñadora, flores y luz entrando a borbotones por las amplias ventanas que daban a un corredor que no conoció pasos de botas militares.
Digamos hasta el cansancio que no se lo llevaron nunca junto con mi aliento vital, que usted no fue arrojado como basura a la parte trasera de un pick up con placas oficiales, a plena luz del día, que su madre jamás corrió tras ese carro gritando sollozante, agitando los brazos, suplicando bajo un sol implacable que también cerró los ojos y que se negó a ver la inmensa tragedia que empezaba. Desde ese día, desde esa hora maldita, en que ojalá nada de esto hubiera sucedido, su mirada luminosa fue velada por el dolor.
Ojalá no estuviera aquí, 32 años después, escribiendo a empellones una verdad tan dura mientras afuera un cielo muy oscuro se deshace a torrentes. Ojalá usted y yo, nuestros padres y hermanas, estuviéramos en otro lugar, más allá de la vida y de la muerte, donde ellos no pudieran alcanzarnos. Allí Marco Antonio ya no tiene 14 años, diez meses y seis días. Es un hombre de más de cuarenta años con una vida que se bebió en tragos muy largos, en la que no hay historias tristes de cómo nos salvamos de morir acribillados ni cómo lo que quedó de nosotros pudo salvarse huyendo de la patria, una palabra que describía un profundo amor al suelo y a la gente entre la que nacimos.
Ojalá nuestras vidas estuvieran hechas tan solo de momentos hermosos, de sueños realizados, de dulces memorias. 32 años después, lo busco hermano mío y me busco a mí misma, en la vigilia y en los sueños, adentro de mí misma, en las pesadillas, en el fondo de mi alma, en cada lugar donde pongo la mirada cada vez que voy a Guatemala. Por más de tres décadas he estado dando vueltas en laberintos oscuros, interminables pasillos judiciales, tocando puertas que no abre nadie. Parece no haber salida ni respuestas.
Y aquí estoy sin usted, apenas conteniendo el ahogo que me provocan los recuerdos atroces, haciéndome preguntas para lo que jamás encontraré respuestas -¿cómo pudieron detenerlo y desaparecerlo si tan solo era un niño? ¿De qué clase de material están hechos sus captores, sus torturadores?-. Hoy no soy otra cosa que una tumba vacía que espera sus restos. La luz del sol no alcanza a iluminar el sitio en que me encuentro. Mi corazón es una hoguera de furia, un torbellino de tristeza.
Mañana seré otra vez su hermana, la que se esfuerza cada día por seguir entera para continuar exigiendo juicio y castigo para los responsables y que nos devuelvan lo que dejaron de su cuerpo para sepultarlo dignamente. Le juro que no descansaré hasta conseguirlo.
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