Carolina Escobar Sarti |
Mientras el
horror sobrevolaba América Latina en forma de Operación Cóndor o de Estrategia
de Tierra Arrasada durante los años 70 y 80 del siglo XX, los gobiernos
militares de entonces dictaban leyes de amnistía que, según ellos, les
asegurarían a los responsables de genocidio y crímenes de lesa humanidad, no
pasar por el rasero de la justicia más tarde. Querían cerciorarse de no
terminar como los nazis juzgados por este tipo de delitos y condenados a muerte
o cadena perpetua al final de la Segunda Guerra Mundial.
Creyeron que
esto los haría intocables, pero nunca midieron que esta acción “preventiva”
reñía con las constituciones de nuestros países y con las leyes
internacionales, que tienen prevalencia sobre la normativa interna. La
intención quedaba clara, porque la misma palabra amnistía deriva del griego
amnestía, muy similar a amnesia, que alude a la privación del recuerdo y a la
pérdida de la memoria. Querían que poco a poco, los crímenes cometidos fueran
olvidados y que la historia no los condenara. Bien sabían que los suyos eran
crímenes de lesa humanidad porque si no, ¿para qué se habrían concebido
paralelamente esas leyes? Habían lanzado al mar sus supuestas tablas de
salvación.
Pero en
países como Chile y Argentina, ninguna ley de amnistía pudo con la justicia.
Gracias a ello, criminales como Pinochet o Videla fueron condenados en su
momento. No hay que olvidar que, a la luz del Derecho Internacional, la
amnistía es considerada una monstruosidad, y si en nuestro país se llegara a
acudir a ella para desestimar violaciones graves de derechos humanos o delitos
de lesa humanidad, se estarían contradiciendo y violando una serie de pactos y
declaraciones internacionales de Derechos Humanos ratificadas por el Estado
guatemalteco.
Pero lo más
importante a considerar sería, en todo caso, la parte humana y ética del
asunto. Las leyes de amnistía que se autorrecetaron los perpetradores de tales
delitos, no sólo dejan indefensas a las víctimas y sus familias, sino que
perpetúan la impunidad. Más allá de contradecir la letra y el espíritu de
normas y tratados nacionales e internacionales, contradicen a la justicia y la
dignidad humana. Como ya lo estableciera la CIDH (párrafo 44): “Como
consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía
y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen
de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la
investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación
y el castigo de los responsables…”.
Por ello, la
resolución de la Corte de Constitucionalidad (CC) que le ordena a la jueza
Carol Patricia Flores que se hagan las consideraciones respecto a un supuesto
conflicto de leyes en el tiempo y sobre si la amnistía aplica o no al caso de
Ríos Montt es preocupante, como también lo es en manos de quién la ponen. De
nuevo, el “amparismo” legal de los abogados ríosmontteses trata de burlarse de
la justicia, lo cual constituye un abuso más de los usureros del derecho, que
desnaturalizan recursos legales como el amparo y los contaminan.
Esto nos
lleva a una CC que perdió hace ya tiempo el norte de su accionar y se ha auto
otorgado la rectoría de la justicia en el país, contándole las costillas a la
jurisdicción ordinaria y metiendo las manos donde no le compete. Léase, en el
Organismo Judicial.
Como
ciudadana, como mujer, como madre, como persona que piensa y tiene conciencia
del país en el cual vive, no quiero una CC que atente contra la justicia y el
Estado de Derecho. No quiero una justicia que se negocie en el mercado de la
oferta y la demanda. No quiero olvido, ni amnistía. Quiero vivir en un país
donde se respete la vida.
cescobarsarti@gmail.com
http://www.prensalibre.com/opinion/Amnistiaolvido
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