Miguel Ángel Albizures
Hace un año, unos esperábamos con ansiedad y otros con suma preocupación el fallo del tribunal compuesto por las juezas Yassmin Barrios, Patricia Bustamante y el juez Pablo Xitumul. Era 10 de mayo, Día de la Madre. Muchas de ellas habían abarrotado la sala de vistas de la Corte Suprema de Justicia. Atrás del tribunal, se veía una sombra, era una mujer toda vestida de blanco, a quien desde abajo, unos abogados le lanzaban petardos exigiéndole se quitara la venda de los ojos y viera a quienes estaba juzgando. Al lado de ellos, los acusados, uno cabizbajo, el otro con una burlesca sonrisa ya apagada, pero queriendo aparentar la prepotencia que le había caracterizado años atrás, cuando sin misericordia alguna, el Ejército bajo sus órdenes exterminó aldeas.
A las 16:00 horas, el silencio reinó en la sala, todos escuchamos con atención la fundamentación de la sentencia. Las miradas se cruzaban unas a otras, en algunos momentos recibíamos codazos para poner atención sobre alguna de las afirmaciones del tribunal, sacadas de los duros testimonios que días antes habían escuchado. Una mujer indígena, ixil, se enjugaba las lágrimas con su reboso, quizá recordaba a las bestias que pasaron sobre ella cuando la obligaron a servirles en el cuartel.
En las primeras sillas del lado derecho de la sala, viendo desde donde estaba el tribunal, varios adláteres de los generales se veían preocupados o más bien dicho indignados, pues las fundamentaciones ya no dejaban lugar a duda. Solo había que esperar la sentencia. Diez, cien, mil años, ¿cuántos serían? Fueron 80 que en segundos los conoció el mundo. La sala estalló espontáneamente, se vieron lágrimas rodar de rostros diversos, especialmente de aquellos que por milagro sobrevivieron a la persecución más despiadada que conozca nuestra historia reciente.
¡Sí hubo genocidio! era el grito que se escuchaba por todos lados. La palabra Justicia recobró su fuerza. Deténganlo, dijo la Presidenta del Tribunal, los guardias no lo creían, pero detuvieron al general. La sonrisa había escapado de sus labios, iría a prisión. Una mujer vestida de blanco, erguida, con una balanza en la mano, siempre con los ojos vendados, salía de la sala atrás de los magistrados y, antes de perderse en los pasillos, levantó su mano y les hizo una mala seña a los abogados defensores. Los petardos ya no le alcanzaban, todo estaba consumado, el recuerdo de los días trágicos empezaba a quedar atrás y daba paso a la nueva era de justicia. Los hechos por los cuales se les juzgó dieron la vuelta al mundo, así como los nombres de quienes fueron los victimarios. Lo demás es historia de la impunidad en Guatemala que no borra los nombres de quienes la han combatido, ni mucho menos de quienes la siguen fomentando.
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