Mario Roberto Morales |
En la habitación de un niño rico, los soldaditos de plomo se aburrían porque hacía ya muchos años que no jugaban a las guerritas. Por eso, parlamentaron entre sí: “¿Qué haremos para no pasar tristes las tardes de lluvia?” Un raso sugirió: “¡Juguemos a las masacres!” “¡Eso es muy aburrido!”, respondieron los oficiales, “¡estamos cansados de jugar a eso!”. De pronto, un vistoso general propuso: “¡Juguemos a asaltar el Estado y a enriquecernos saqueando todo lo que podamos!” El aplauso fue atronador. Y he aquí que muy pronto los soldaditos de plomo se organizaron en un partido político y jugaron a las elecciones hasta ganarlas e instalarse en el Palacio Nacional.
Pronto, los bienes de los miembros del Gabinete de Gobierno aumentaron a tal grado que los otros juguetes tuvieron que activarse como grupos de defensa de los derechos individuales, de los pueblos, las minorías y los de todos aquellos que fueran capaces de fundar oenegés para pedirles financiamientos a los juguetes de las estanterías más altas. Así transcurría la vida en aquella habitación de la que el niño de la casa se hallaba ausente por estar de viaje con sus padres en un país del primer mundo.
Por su parte, los soldaditos siguieron jugando a ser estadistas y hasta les permitieron a sus esposas, amantes y amigas íntimas comprarse fincas, helicópteros, gallos de pelea, caballos pura sangre, casas de playa y edificios en la ciudad. Todo iba muy bien hasta que la competencia entre ellos dio lugar a riñas en las que algunos resultaron heridos y otros muertos. Esto, por su inveterada costumbre de solventar sus diferencias a balazos. Y fue así como unos metieron a la cárcel a otros, y los de la cárcel empezaron a hacer de su encierro un lucrativo negocio que eventualmente alcanzó a algunos de los que seguían al frente del Estado robando con toda la honestidad que les garantizaba la majestad de la ley. Llegados a este punto, los soldaditos deliberaron sobre la posibilidad de olvidarse del Gobierno por un tiempo y convencer a un civil para que se presentara a las siguientes elecciones en nombre del partido castrense. Esto, sabiendo de antemano que perdería pero que podría lucrar un poco por medio de unos cuantos diputados corruptos (valga la redundancia).
Los juguetes agrupados en diputaciones “de izquierda” acababan de votar a favor de una ley que privatizaba la semilla del maíz, de modo que ahora todo el espectro político era de derecha. Los diputados indígenas de “la izquierda” se habían alineado con los soldaditos de plomo en su esfuerzo por consolidar los intereses de los juguetes de la casa vecina, y por eso quienes estaban en el Estado pudieron abandonar la idea de controlar el crimen organizado desde el Gobierno para pasar a hacerlo desde los cuarteles. Esta vez lo harían, empero, con el bajo perfil típico de los soldaditos de plomo y evitando la ostentación de los últimos años. En esta jugada, los de la cárcel salieron malparados. Pero, como buenos soldaditos de plomo, se aguantaron a lo macho no sin antes denunciar con lujo de histeria a todos sus viejos camaradas y cómplices en el Gobierno.
Después de los muertos de ley, los soldaditos regresaron a sus cajas de cartón para descansar un tiempo allí, tranquilos, esperando a que les llegara de nuevo el aburrimiento y sintieran ganas de salir otra vez para volver a jugar a las masacres y a la rapiña del Estado.
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