Uno, mil, diez mil, cincuenta mil, las cifras no importan, son generalizaciones que no dan cuenta de la vasta diversidad humana que se perdió para siempre en el torbellino del horror. Cada pérdida sigue siendo una tragedia para decenas de millares de familias que viven con la ausencia forzada de hombres y mujeres, jóvenes y viejos/as, niños y niñas, seres humanos portentosos, poseedores de todos los derechos, entre ellos a la vida, la integridad personal, la libertad y el derecho a morir con dignidad, de muerte natural, no asesinados ni desaparecidos. De todos ellos fueron despojados vilmente.
El dato también oculta quienes fueron esos seres humanos. Escritores/as, músicos/as, poetas, bailarinas/es, artistas de todas clases, maestras/os, estudiantes, catequistas, monjas y sacerdotes, ingenieros/as, médicos/as, abogados/as, obreros/as, sindicalistas, políticos/as, deportistas, amas de casa, artesanos/as, periodistas, choferes, peones, zapateros, modistas, enfermeras. Eran personas de todos los colores, tamaños, procedencias, que amaron, rieron, cantaron, odiaron, trabajaron, crearon y dieron un aporte a su familia y a la sociedad, o iban a hacerlo.
No son 45 000 ceros a la izquierda. Hijos o hijas de alguien, esposos o esposas, madres, padres, amigos/as, compañeros/as de trabajo o estudio, hermanos/as, tíos/as, sobrinos/as, abuelos/as. Todos los grados de parentesco resultaron afectados, en todas las familias y colectividades un día faltó alguien amado, alguien imprescindible, insustituible. Si estuvieran aquí, se podría organizar un gran desfile o una fiesta hermosa.
Con ellos y ellas se podría haber llenado dos veces el estadio “Doroteo Guamuch”[i]poblar una ciudad, construir otro país. Tenían nombres y apellidos y familias que les seguimos amando. A quienes les perdimos nos harán falta a lo largo de nuestra existencia, así como a nuestra sociedad le hacen falta sus aportes intelectuales, artísticos, laborales, profesionales y de todo tipo. Son incontables los cuadros que no pintaron, los poemas y novelas que no escribieron, los panes que no hornearon, las plantas que no sembraron, los libros que no leyeron, las hijas e hijos que no tuvieron, su amor y los abrazos que ya no recibimos. Su ausencia forzada es un vacío que llenamos de furia y un dolor insondables.
En un país con siete millones de habitantes en los inicios de la década de los ochenta, unas 45 mil personas representaban el 0,64%, más de seis de cada mil guatemaltecos/as había sido desaparecido/a. ¿Cuántos habitantes tendría hoy Guatemala si eso no hubiera pasado?
Sensibilicémosnos. No son un número, no son un dato, son personas que tenían derecho a vivir. Sintámoslos. Recuperemos sus sueños y hagámoslos realidad. Repitamos sus nombres en voz alta, como una letanía. Preguntemos quiénes son. Indaguemos. Elevemos 45 000 claveles rojos con sus nombres. Imaginemos ese vasto contingente de seres humanos desaparecidos por el odio. Busquemos sus rostros en la muchedumbre. Lamentemos su pérdida. Recordemos sus voces. Abracemos sus memorias. Rompamos el silencio. Indignémonos. Exijamos justicia para que nunca más suceda esta tragedia.
[i] El verdadero nombre de Mateo Flores era Doroteo Guamuch Flores. En una muestra de ese racismo que nos atraviesa se lo cambiaron para bautizar el estadio nacional, un dudoso homenaje.
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