jueves, 20 de abril de 2017

EL CUERPO ADOLORIDO DE CONCHITA

Clara Arenas B.
Estamos muy acostumbrados a reflexionar, cuando alguien cercano o conocido fallece, que su presencia física se va a extrañar, pero que su espíritu, su esencia, vivirá con nosotros a través de su recuerdo y de su impacto en nuestras vidas. En los casos de asesinatos políticos, se dice no sin razón que podrán matar el cuerpo, pero no las ideas.

Reflexiones como éstas exactamente pueden hacerse y las hemos hecho en el caso del reciente fallecimiento de Conchita Deras. Es así: ella aportó a las vidas de quienes tuvimos la dicha de conocerla con su mirada inesperada y diferente sobre el acontecer nacional y personal. Está dicho también, y seguramente se irá profundizando en ello a medida que vaya surgiendo más información y nuevos testimonios,  su invaluable aporte en el mundo del arte escénico con sentido social y a la formación en el campo del Trabajo Social en nuestro país.

Quiero, con todo el dolor que eso supone para mí y para quien lea o escuche, introducirme en el sufrimiento causado a Conchita en su cuerpo, a los 87 años de edad. Conocí a Conchita cuando ella tenía 54 años y trabajábamos en un conocido semanario centroamericano. Ella era morena, pequeña, menuda, pero siempre erguida, caminaba con prestancia, a paso ligero y se mantenía esbelta. Ojos oscuros, pequeños, profundos; boca expresiva; mentón bien definido; cabello fino y rebelde. Voz dulce y algo cavernosa, seguramente debido a su gusto por fumar cigarrillos durante un buen tiempo en su vida. Las manos de Conchita eran manos bien cuidadas, que dibujaban formas en el aire cuando hablaba. De esas manos emergieron muchísimos trabajos delicados, finos. Menciono tres: el delantal bordado que me regaló cuando me casé, el sachet de encajitos que me obsequió en otra oportunidad y el títere de mano que era “la caperucita roja” y “el lobo feroz” en uno.

Con el correr de los años y porque vivíamos en el mismo barrio, vi el cuerpo de Conchita envejecer: caminaba más despacio, erguida, pero no tanto; ya no siempre lograba verme cuando le decía adiós desde el carro. Pero su cuerpo no era para estar encerrado, necesitaba salir y respirar, sentir el aire y la gente de su entorno.

El pasado 16 de marzo, ese pequeño cuerpo, frágil y envejecido, expresivo y familiar en nuestro barrio, fue objeto de una golpiza tal, que le causó la muerte pocos días después. Recibió innumerables golpes en la cabeza, que le provocaron varias fracturas, en el rostro y en otras partes sensibles. Su hija me dijo en esos días que el cuerpo de su madre estaba de tal manera golpeado que daba la impresión de que le hubieran derramado un bote de pintura morada encima. Y el dolor era tan grande, que hasta la caricia suave de su hija le resultaba insoportable. 

Cuesta aceptar que esto haya sucedido, que el cuerpo menudo de Conchita haya sido maltratado de esa manera. Que nuestra querida amiga haya sido arrebatada de nuestras vidas concretas de esta forma cruel. Cuesta aceptar que nuestra sociedad produce entre sus miembros a quienes son capaces de acciones como ésta. Pero es así: día a día se atenta contra los cuerpos de las mujeres. Se les maltrata, se les cercenan partes, se les quema. Estamos ante un desprecio total por la vida de las mujeres, por la vida humana, de una sociedad capaz de engendrar enorme crueldad al mismo tiempo que indiferencia y frialdad ante escenas dantescas de muerte y desolación.

Este desprecio tiene múltiples causas seguramente. Un sistema enfocado en la ganancia y la acumulación a cualquier costo, envuelto en ideologías racistas y sexistas, constituye parte de la explicación. Una historia, tanto lejana como reciente, marcada por la acción cruel del poder contra población civil indefensa e inocente, también explica.
Urge seguir aportando a la comprensión de lo que está sucediendo y hacer esfuerzos continuados y profundos por eliminar sus causas. Porque el camino que hemos tomado como sociedad no habla de futuro, no promueve la esperanza. Atentar cruelmente contra la vida de las mujeres, de las niñas y los niños, y contra todas las otras vidas del planeta que compartimos, nos convierte en una sociedad suicida.

Los movimientos de mujeres nos proponen el concepto de territorio-cuerpo para ayudarnos a discernir y enfocar en éste como un ámbito de acción y defensa en el que nos debemos mover para construir relaciones de respeto e igualdad. Hagamos nuestro este concepto como sociedad, vigilemos atentamente toda muestra de irrespeto al cuerpo de las mujeres, toda agresión por pequeña e inofensiva que parezca. No veamos con indiferencia el trato cruel a los cuerpos de las mujeres.

Guatemala, 18 de abril del 2017.

La columna de opinión fue editorial del noticiero Maya Kat de la Federación Guatemalteca de Educación Radiofónica el 18 de abril del 2017.
  

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