Por Agustín Ortíz //febrero 14, 2020 //Opinión
Agustín Ortíz, periodista guatemalteco, publicó un “hilo” en Twitter, -una seguidilla de párrafos entrelazados, usual de esa red social-, recordando la huida, el exilio y el retorno de su familia. Ocote lo república con autorización del autor. Un hilo que funciona como otra guía en el laberinto de nuestra historia reciente, donde el minotauro es el olvido.
Día lluvioso en casa de mis papás. Fotografía: Agustín Ortíz |
El sábado 13 de febrero de 1982, en la casa del lote 4 de la aldea Santa María Tzejá, Ixcán (en ese entonces pertenecía a Uspantán), Quiché, mamá lidiaba con el almuerzo de un niño de nueve meses de edad. Eran alrededor de las 2 p.m.
Papá trabaja la parcela, a una hora y media de camino de casa, caminando por las veredas bajo la selva. Mi hermana mayor ayudaba con los quehaceres de casa. La segunda había ido con un patojo familiar a darles sal a las vacas, que no eran más de tres.
Las otras tres hermanas jugaban por ahí. Mamá daba de comer a la última de ellas, tan solo dos años mayor que yo, a pesar del riesgo de mis muy comunes berrinches. Nada extraño de un niño que a los nueve meses caminaba a la perfección y era muy inquieto.
A pesar del trajín cotidiano, el ambiente era de una calma, solo interrumpida por el cacaraqueo de gallos, el gorjeo de pájaros y el sonido del hacha cortando leña. Normal en una aldea a 398 kilómetros de la capital, fundada no más de 15 años atrás, en medio de la selva tropical.
Calle del sector donde está la casa de mi familia. Fotografía: Agustín Ortíz |
Les gritó a mis hermanas que corrieran. Mi hermana mayor tomó en brazos a la más pequeña. Las otras dos salieron tomadas de la mano. Para entonces, en cosa de minutos, la aldea estaba en alerta y toda la gente salía de sus casas y corría a la selva para salvar su vida.
La patrulla del Ejército no tardó en llegar a la aldea. La detonación había sido por parte de “los postes” de la aldea. Unos tres o cuatro jóvenes que tenían a su cargo la vigilancia ese día.
A la aldea llegaba noticias cada vez frecuentes de incursiones militares en aldeas vecinas, que ni se conectaban aún por falta de caminos. Apenas tres días antes, uno de dos sobrevivientes de la aldea Trinitaria, a unos 20 kilómetros de Tzejá, había llegado a la aldea.
Relató que una patrulla militar había masacrado la aldea. Nuestra comunidad estaba de alguna manera en alerta, pero no imaginaba que fuera a ser alcanzada o que el Ejército fuera capaz de las atrocidades que se decía que había cometido en otras aldeas. Había escasa información.
La facción guerrillera Ejército Guatemalteco de los Pobres (EGP) buscaba adoctrinar y hacer base en las comunidades pobres desde su llegada a la región hacia 1972, pocos años después del inicio de la colonización del Ixcán.
Como era lógico, mucha gente simpatizó con la idea liberadora y pensaba apoyar su lucha. Otras muchas, no. En mi aldea, hubo algunos que apoyaron directamente. La mayoría de personas venía de liberarse del yugo de la explotación de mano de obra en las fincas de la oligarquía.
Papá, que desde los 12 años de edad “bajaba” del altiplano de Quiché hasta la Costa Sur año con año, supo de los parcelamientos del Ixcán, iniciado por el INTA, trabajando en la zafra. Dejó su natal San Andrés Sajcabajá, Quiché. Caminó una semana entre la selva.
Con tres hijas a cuestas (de las cuales una murió después) y mi mamá apoyándolo, cruzaron la Zona Reina caminando. Como él, la mayoría de campesinos, aunque solo quería saber de su tierra y sus cultivos, pero tampoco era indiferente a la necesidad de una sociedad justa.
A raíz de la creciente noticia de una inminente guerra, las personas de Tzejá había atendido el llamado de la guerrilla de practicar simulaciones de evacuación, construcción de trincheras o escondites y depósito de granos, sal o enseres en “bolsones” en la selva.
Lo que nadie imaginó era que la incursión militar duraría tanto, que todo era parte de una política de Estado o que la crudeza era tal que, o se moría en el intento de escapar, o se era capturado por el ejército o se lograba el exilio. Las tácticas aprendidas no fueron suficientes.
De ahí que la aldea había optado por turnar “postes” para brindar alertas. Estaban ubicados a unos ocho kilómetros de la comunidad. En el límite con la aldea San José La 20. Lo que pasó ese día fue que el artefacto de alarma no funcionó.
Calle principal de la aldea. Fotografía: Agustín Ortíz |
Al cabo de un rato de la llegada de los soldados a la aldea prácticamente vacía, comenzaron a quemar las viviendas, en su mayoría hechas con palos rollizos y hojas de corozo. Mataron a los animales de patio a metralla. El humo y las ráfagas alertaron a los hombres en las parcelas.
Papá pronto supo que algo andaba mal y emprendió el viaje de regreso. Corrió como nunca antes. Cuando llegó a la aldea, todo era un infierno. Lo primero que hizo fue buscarnos en casa. No había rastro de nadie. Su caballo blanco seguía en pie, amarrado a una mata de nance.
Corrió hasta el animal para soltarlo. Cuando escuchó detonaciones y sintió el calor de las balas. Como pudo le dio un par de machetazos al lazo del caballo y este asustado corrió y terminó de romperlo, logrando escapar. Papá solo recuerda que corrió entre el monte sin parar.
Papá emprendió la tarea de buscarnos. Se había acordado de que en caso esto sucediera, nos reuniríamos en la parcela. Volvió hasta allá. La noche comenzó a caer y la selva era aún más espesa. Caminó, por ratos a tientas.
Su miedo fue mayor cuando al, por fin, llegar a la troje, no encontró a nadie. Luego de esperar un tiempo, decidió caminar en la selva entre la oscuridad, esperando encontrarnos en los alrededores. Sabía que otras personas tenías trojes en sus parcelas.
Guiado por su instinto y la desesperación de encontrarnos avanzó en espiral para abarcar cada vez, más campo. De vez en cuando gritaba nuestros nombres. A las primeras que halló fueron a mis hermanas intermedias: Medarda y Florencia.
Ya con ellas, avanzaron hasta encontrar una choza. Escucharon voces. Una familia de La 20 a quien conocía papá eran los dueños. Estaban ahí y con ellos mi hermana mayor, Ana, y la menor de ellas, Santa. Mamá, conmigo a cuestas, seguía perdida entre la selva oscura.
Papá decidió ir a buscarnos un poco más allá de la choza y al cabo de un rato, pudo encontrarnos con mi mamá, Liva. Faltaba mi hermana Dominga, quien andaba con Bacilio ordeñando y dándoles sal a las vacas, no lejos de casa cuando fue la incursión.
Su búsqueda durante la noche fue infructuosa y no fue hasta el alba que papá dio con ellos. Ya reunidos todos, debíamos seguir ocultándonos hasta no saber sobre la situación de la aldea.
Fotografía: Agustín Ortíz |
No pudimos volver a la aldea. Deambulamos en la selva junto con otras familias, como la de mi finado tío Alejandro, que luego fue capturado junto a su familia y otros, por el Ejército en una de las incursiones en nuestro escondite.
La mayoría de personas de mi aldea logró huir a México entre tres y nueve meses después de huir en la selva. Nosotros quedamos perdidos y sobrevivimos así durante un año y medio, hasta que un grupo guerrillero nos encontró y guió hasta cruzar la frontera con México.
Y así, ese 13 de febrero de 1982, marcó el inicio de 12 años de exilio, que terminó en 1993, cuando decidimos con mis padres, hermanas y hermanos (mis hermanos menores: Mario y Miguel, nacieron en México) volver. Tres de mis hermanas con familia no se adaptaron y se regresaron.
Río Tzejá, el principal de la aldea. Fotografía: Agustín Ortíz |
Cierro este HILO con un poema que le escribí a mi aldea:
Mi lar es un punto inexorable en el mar de clorofila tropical;
no se presta a maldades:
Todos los caminos de mi pueblo conducen hacia él;
pero ninguno es escapatoria.
https://agenciaocote.com/el-hilo-de-agustin/?fbclid=IwAR3WEcAF9j8UexWPFO9XwcKxOFxsbmjPQRCE-JmXqA_kIFC6UDGiS94MrF4
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