jueves, 12 de noviembre de 2020

GUATEMALA: NO ERA TRAS LA MUERTE... ERA TRAS LA VIDA


Virgilio Álvarez Aragón | Política y sociedad / PUPITRE ROTO

En un emotivo y sobrio acto, la Universidad de San Carlos develó las placas en que se listan los nombres de los universitarios asesinados por los aparatos clandestinos del Estado de Guatemala durante el siglo XX.

Son doce planchas de acero que abrazan el monumento que, el 1 de diciembre de 1979, inaugurara el rector Saúl Osorio Paz, en homenaje a los universitarios caídos hasta ese entonces y en el que en letras doradas en alto relieve se lee: «La Universidad de San Carlos, a sus mártires y héroes, 20 de octubre de 1979». A partir de esa fecha la plaza central del campus universitario pasó a llamarse plaza de los mártires.

En esas placas se listan estudiantes, docentes y funcionarios universitarios desaparecidos, asesinados en vía pública o caídos en combate, sin distingo de género, cargo o función universitaria, u organización a la que pertenecían. Son 726 nombres, organizados alfabéticamente y agrupados por décadas. Son 726 víctimas del terror que el régimen político económico impuso al país desde 1954. De esos 726 crímenes no hay un solo juicio concluido contra los hechores intelectuales, y apenas una que otra condena contra hechores materiales.

La inmensa mayoría de caídos, 271, lo fueron en la década de los años 1980-1990, y otro tanto semejante, 235, fueron víctimas del terror de Estado en la década anterior. Ninguno de todos los allí mencionados fue llevado a juicio, mucho menos condenado por algún delito contra la seguridad del Estado. No suman más de 50 los que hay evidencia cierta que cayeron con las armas en la mano, en su mayoría en emboscadas o acciones combinadas de policías y militares a casas de habitación.

Los gobiernos de todos esos que se dijeron defender el Estado de derecho, fueron quienes lo transgredieron, al no proporcionar a las víctimas las más mínimas condiciones para su defensa legal y pública. En todo ese ciclo de terror estatal, al que eufemísticamente se le quiere nombrar como conflicto armado interno, la inmensa mayoría de las víctimas fueron secuestradas, torturadas y desaparecidas por fuerzas militares. Las evidencias son muchas, mismas que han sido usadas para exigir justicia, la que apenas si ha sido hecha por la jurisprudencia internacional, que en todos los casos ha condenado al Estado de Guatemala por esos crímenes.

Estas placas son, en parte, consecuencia de uno de ellos, el caso 9326, que demanda justicia ante la desaparición forzada de Héctor Alirio Interiano, Carlos Ernesto Cuevas Molina y Gustavo Adolfo Castañón. Es parte del acuerdo de la solución amistosa entre la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Estado de Guatemala, pero por el cual, como en el 99 % de los demás casos, no hay juicios, mucho menos condena a perpetradores materiales e intelectuales.


Su realización no fue tarea fácil. Desde hace varios años familiares de las víctimas insistían en que, al menos la Universidad hiciera evidente que sus miembros fueron víctimas de una estrategia de terror que cegó la vida a cientos de sus miembros. Práctica que desmanteló sus cuadros docentes y profesionales, cooptando finalmente a buena parte de sus autoridades que año con año intentan ocultar el pasado, al grado que en ninguno de los casos la institución ha tenido el valor de ser querellante adhesivo.

La complicidad de las autoridades con ese régimen de terror que se niega a desaparecer, y que se inicia en el rectorado de Eduardo Meyer, tuvo su cúspide en la administración de Jafeth Cabrera, quien hizo perdedizo el informe que sobre los caídos universitarios había elaborado una comisión nombrada por el Consejo Superior Universitario en su tiempo. No es este monumento un acto nacido del compromiso de las autoridades universitarias con la verdad, mucho menos con la justicia. Fue realizado por que no había ya cómo omitirse, y es de esperar que sea protegido permanentemente contra cualquier vandalismo.

Un país no reconstruye su tejido social por encima de sus cadáveres, intentando mirar para otro lado. Nombrar a las víctimas es apenas un paso para que estas no queden en el olvido, mismo que, de suceder, hará que ante nuevos conflictos se repitan viejas prácticas. Si el Estado de Guatemala hubiese juzgado y condenado a los perpetradores de la masacre del 25 de junio de 1956, si en lugar de blandir en canto destemplado la supuesta conspiración comunista ante cada acto de protesta y oposición, y si, sobre todo, se hubiese gobernado para todos y no para el enriquecimiento corrupto de unos pocos, estos actos para mantener la memoria no habrían sido necesarios.

Si en lugar de regímenes de terror, que han pretendido acallar la protesta ciudadana durante más de medio siglo, se hubiese perseguido a los funcionarios y empresarios corruptos, invertido efectivamente en el desarrollo rural con dignidad y todo ciudadano hubiese tenido trabajo, educación y seguridad social, no habrían sucedido movilizaciones sociales masivas, mucho menos insurrección armada.

El triste y dramático listado es una evidencia que durante todo el siglo XX el país fue presa de vándalos y asesinos, que pensaron siempre y solamente en sus intereses personales y los beneficios de sus secuaces. Que durante todo ese siglo se gobernó para las minorías y que, en contra de todo ello, se movilizaron docentes, estudiantes y trabajadores de la universidad pública quienes, como respuesta, no encontraron propuestas y proyectos de desarrollo social, sino desaparición, tortura y asesinato.

Y todos y cada uno de esos crímenes exigen esclarecimiento, verdad y justicia. Como ya anotara recientemente el papa Francisco: «La verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas. […] Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos». No hay paz sin justicia, y esta no puede hacerse si no hay verdad.

Lamentablemente, cada día que pasa nos alejamos más de lo acordado cuando supuestamente se firmó la paz. Los gobernantes, en lugar de ofrecer todas las informaciones necesarias para el reconocimiento de los crímenes perpetrados por los regímenes militares se convierten en cómplices, cerrando día con día los espacios, estimulando de nuevo el conflicto, apoyando y protegiéndose en los discursos de la extrema derecha que, negando las evidencias, intenta cubrir con mantos de mentira y silencio la exigencia por justicia.

El muro de las víctimas universitarias es apenas un grito ahogado por la verdad, a la que le debe seguir la justicia. Ojalá y los sordos escuchen, y los perpetradores sean debida y legalmente juzgados, antes de que un nuevo ciclo de terror y sangre nos bañe a todos.

No se busca venganza, apenas justicia, porque solo con justicia se construirá un país nuevo.

Fotografías de gAZeta.

Virgilio Álvarez Aragón

Sociólogo, interesado en los problemas de la educación y la juventud. Apasionado por las obras de Mangoré y Villa-Lobos. Enemigo acérrimo de las fronteras y los prejuicios. Amante del silencio y la paz.

Pupitre roto

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