Con
regocijo de niña espero impaciente a que
lleguen los domingos, y lo primero que hago después de preparar mi café, es
encender el ordenador para leer Revista Domingo. Es un ritual que he realizado durante años, puntual. Cuando no
puedo por las mañanas no dejo que se termine el día sin haberlo hecho. Revista
Domingo es el puente que me permite
atravesar el enorme abismo del tiempo y la distancia, para llegar infalible al
reencuentro con el mercado de mis amores, y ver desde la puerta principal a la
niña que vende helados en la esquina de la pollería de doña Gloria.
Cuando
voy a la librería Barnes & Noble y
se me pasan las horas leyendo revistas de todo el mundo, que las hay con la
excelencia de la buena edición y gusto y las disfruto. Me maravillan, pero
ninguna me logra cautivar como Revista Domingo.
Ha de
ser la nostalgia, el amor, y el profundo agradecimiento que le tengo a El
Colocho, al mercado de mis amores y a la niña heladera. Lo único que leí cuando
era niña fue Revista Domingo. No conocí libros de cuentos, ni poesías. A excepción de una colección que mi Tatoj recibió en pago por ir
a cargar unas cajas a una imprenta, prefirió la colección de libros de José
Milla y Vidaurre para sus hijas, que el
pago en efectivo; aquel mes pasamos comiendo tortilla con sal y caldo de
frijoles, pero lo satisfecho que se sentía mi padre en aquella miseria que
vivimos, viéndonos devorar los libros de
Pepe Milla a mi hermana mayor y a mí, es una alegría que solo se vive en el
privilegio de la pobreza extrema, debido a las circunstancias yo catalogo ese
gesto de mi papá como una de las hazañas de su vida. Con ese
solo gesto él le devolvió a la vida lo que ella nunca le dio. Prefirió los
libros que a quizá comprarnos una libra de carne y agradarnos con el lujo de un
caldo de patas que ha sido su preferido de toda la vida.
Cuando
recuerdo las veces que fui a la carnicería a comprar un quetzal de desperdicio
para perros y hacer con eso nuestro caldo para el almuerzo, pienso en la
extraordinaria escuela que ha sido la vida para mí, porque me ha enseñado en la
estrechez a valorar la esencia y el momento sin darle cabida a lo material, es
por eso que soy y exijo que quien esté a mi alrededor también sea, no me afana quienes tienen, al contrario
me maravilla quienes son. Es por esa razón que
no tengo muchos amigos, y en el
extranjero mis únicos amores son mi bicicleta, mi reserva forestal rentada y mi cámara
fotográfica, que para mí no son cosas, son esencia pura. Mi bicicleta, mi reserva forestal rentada y
mi cámara fotográfica son hoy en mi vida lo que fue en mi infancia la Revista
Domingo.
Nunca
tuve dinero para comprar -nunca es nunca- la Prensa Libre que el fin de semana
traía Revista Domingo, se me aguaban los ojos cuando vía que llegaba El
Colocho, que era el voceador de periódicos de la colonia y pasaba dejando el
periódico de puesto en puesto; yo contaba los centavos y ajustaba apenas la
tercera parte de lo que costaba, se la pedía fiada y con la venta de la semana
lograba pagarle el resto, había ocasiones en que me la pasaba dejando y se la
pagaba con helados, otras en los que él mismo hacía el sacrificio y desajustaba
su ganancia y me la dejaba de gratis pero nunca la acepté así y nos tocaba
negociar la forma de pago, le iba abonando de diez en diez centavos. Solo la
compraba los domingos por la revista que coleccionaba, las tenía en un costal que metía debajo de la
cama de metal que tenía una pata coja.
El
Colocho repartía los periódicos en bicicleta y apenas si ponía sumar y restar. Estaba casado y tenía su marimbita
de niños que siempre andaban con sus camisas remendadas y los zapatos rotos,
pero muy limpios. Todos canches y de ojos claros.
¿Por
qué? Le preguntaba cuando pasaba por mi puesto, a las carreras, y con una
sonrisa en el rostro me decía: aquí está tu revista, vos cipota. “Por qué,
porque estoy seguro que vos vas a aprovechar la oportunidad, vos vas a salir de
este mercado, ya lo verás.”
En
aquellos años yo veía la vida pasar desde mi puesto de helados, pasaban las
horas con la lentitud con la que pasan las nubes en tardes de temporales. Y
pasaban los compradores, con sus bolsas de mercado, con sus niños de la mano, y
nadie se percataba que yo estaba ahí, por más que gritara ofreciendo mis
helados, yo era una vendedora de mercado más,
tan invisible como las polleras, las vendedoras de frutas, las atoleras,
las cocineras, tan invisible como los que venden granos y arreglan zapatos,
como los que venden los chicharrones y como los carniceros. Como los murales
que decoran los mercados, como las puertas oxidadas, como las bisagras a medio
arreglar. Como el trámite entre el cobrador y quien alquila el puesto. Yo era una grisma entre el polvo del medio día
que levantan los clientes cuando van a las carreras a comprar. A ellos y a mí
nadie nos sabía el nombre. Fuimos, somos y seremos tan solo los vendedores de mercado.
Aparecía
El Colocho y me alegraba la vida porque con Revista Domingo volaba mi
imaginación, leí de lugares lejanos, retazos de poemas, me convertía en
escaladora y me internaba en montañas ubicadas en países que nunca había
escuchado mencionar, viajaba lejos, mi
mente se marchaba de la invisibilidad del mercado e imaginaba en su trastorno
de niña, la inmensidad de la libertad.
Tal vez ahí, comenzó la metamorfosis de mis alas. Así lo creo ahora.
Hace
dos años fui a realizar una especie de foto reportaje para la Manifestación del
Primero de Mayo, en Chicago. Y me tomé una fotografía con un señor que vendía
helados en una carreta, le dio por llorar cuando además de comprarle un helado
le pregunté si me permitía el honor de tomarme una fotografía con él.
También
me tomé una con una voceador de periódicos afro descendiente, no sabía que
contestarme cuando le pregunté por la foto, me dijo que nadie en su vida le
había pedido algo así vestido de voceador y con los periódicos en las manos. Se
me quebró la voz cuando me lo dijo.
Esa
fotografía con el voceador era mi forma de agradecerle a El Colocho por haber
creído en mí y permitir que mi imaginación saliera de aquel mercado y volara
libre por el mundo. Lo que diera por poder verlo a los ojos y decírselo de
frente una vez más, aunque siempre se lo
agradecí cada domingo.
Y sí,
tengo la dignidad de ser vendedora de mercado y
esa entereza se va conmigo hasta la tumba. Y por si habrá alguna cruz de madera, lo
único real que se puede escribir es: Aquí yace la niña heladera.
Este
texto es para todos los voceadores de periódicos que se atreven a ser parte del
cambio, para todos los que son parte de
revistas culturales en cualquier lugar del mundo, sepan que siempre, en el
lugar menos esperado, en el rincón más olvidado de la alcantarilla, en el
infesto de los parias, siempre hay alguien a quien le será útil lo que ustedes
con dedicación y amor le entregan sus sacrificios de creatividad. Alguien que
como yo, en cualquier mercado popular le
permite salir de su realidad invisible y vivir la metamorfosis…
Gracias
por la oportunidad.
Por la
semilla que nunca muere, por todos esos niños que están viendo pasar la vida en
el vaivén de un mercado, que tienen un nombre y sueños, aunque no parezca,
aunque su miseria se empecine en demostrarles que más allá de esas cuatro
paredes todo es un imposible. Siempre hay un voceador de periódicos y una
Revista Domingo que nos impulsa, nos invita a soñar y que toma forma de lo que
menos esperamos para demostrarnos que tenemos alas, enormes y hermosas alas
para surcar los horizontes. Que la jornada laboral les sea corta.
Con
amor, la niña heladera.
Ilka
Oliva Corado.
Diciembre
07 de 2014.
Estados
Unidos.
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