La matanza en el parcelamiento Dos Erres ocurrió el 7 de
diciembre de 1982.
Un autopatrulla de 40 kaibiles ingresó en el parcelamiento
Dos Erres, La Libertad, Petén.
250 pobladores fueron asesinados
en octubre de 1982, por elementos del Ejército.
La causa de la masacre
En octubre de 1982, una emboscada de la guerrilla causó la
muerte de alrededor de 20 soldados y la pérdida de sus rifles. Datos de
inteligencia indicaron un tiempo después que los rifles podían estar en la zona
de Las Dos Erres, una aldea de granjas con 60 familias en la selva profunda,
cerca de la frontera mexicana. Altos mandos del Ejército desplegaron la
patrulla especial para recuperar los rifles y darles una lección a los
aldeanos.
Disfrazados de guerrilleros, la unidad de 20 hombres asaltó Las Dos
Erres el 7 de diciembre, respaldada por una fuerza de apoyo de 40 comandos
uniformados. Las tropas no encontraron ni los rifles ni evidencia de actividad
guerrillera. El operativo se descompuso en un frenesí de violaciones, torturas
y asesinatos que aniquiló a casi toda la población, según expedientes
judiciales guatemaltecos y estadounidenses.
La investigación empezó 14 años
después, pero produjo pruebas únicas. Rompiendo el código de silencio, 2
soldados se convirtieron en testigos protegidos en los noventa y rindieron sus
testimonios sobre la matanza. Además, los fiscales conectaron la masacre con la
unidad de Sosa, por medio de exámenes de ADN realizados a 2 niños secuestrados
en Las Dos Erres en 1982 y que crecieron en hogares de militares: Óscar Ramírez
Ramos y Ramiro Osorio Cristales, de 3 y 5 años. (…)
La masacre de 250 civiles fue una de las peores
atrocidades de la guerra civil de Guatemala. Durante el último año, las cortes
han condenado a 5 soldados del Ejército guatemalteco por crímenes relacionados
con la matanza. (…) La fiscalía en Guatemala busca a otros 7 antiguos comandos
acusados de haber participado en la masacre.
1 Roberto Aníbal
Rivera Martínez. Fecha de nacimiento: 8/24/1954. Último lugar de residencia
conocido: Ciudad de Guatemala. Rango: teniente. Está acusado de haber sido el
comandante de la unidad que cometió la masacre de Las Dos Erres. Cuando los
investigadores ejecutaron una orden de detención en su casa en un barrio
militar en 2010, descubrieron un túnel para huir.
2 César Adán
Rosales Batres. Fecha de nacimiento: 6/11/1957. Último lugar de residencia
conocido: Ciudad de Guatemala. Rango: teniente. Era el tercereo en antigüedad
de los oficiales en la unidad de comandos. Los testigos alegaron que fue el
primero en violar una niña durante el asalto a Las Dos Erres.
3 Alfonso
Bulux Vicente. Fecha de nacimiento: 1/13/1953. Último lugar de residencia
conocido: Retalhuleu. Rango: sargento. Durante la masacre, Bulux mostró piedad
a una familia en las afueras de la aldea, dejándolos huir, según testimonios.
Pero los testimonios también le ubican entre el grupo de comandos que
interrogaron a los campesinos, les pegaron con un martillo y los tiraron dentro
del pozo del pueblo.
4 Manuel Cupertino Montenegro Hernández. Fecha
de nacimiento: 1956. Último lugar de residencia conocido: Ciudad de Guatemala.
Rango: sargento. Sirvió como radio-operador de la unidad, manejando la
comunicación con altos cargos del ejército fuera de Las Dos Erres durante el
operativo. Como resultado podría tener información sobre la involucración y
conocimiento de oficiales de alto rango.
5 Mardoqueo Ortiz
Morales. Fecha de nacimiento: 4/26/1962. Último lugar de residencia conocido:
Ayutla. Rango: cabo. Se le señala como uno de los comandos que mataron a
campesinos al lado del pozo.
6 Cirilo Benjamín Caal Ac. Fecha de
nacimiento: 2/9/1949. Último lugar de residencia conocido: Melchor de Mencos.
Rango: sargento. Ha sido identificado por testigos como uno de los comandos que
mataron campesinos al lado del pozo. En 2007 se describió como agricultor,
según documentos del Gobierno guatemalteco.
7 Carlos Humberto
Oliva Martínez. Fecha de nacimiento: 1/19/1954. Último lugar de residencia
conocido: Poptún. Rango: sargento. Ha sido identificado por testigos como uno
de los comandos que mataron a campesinos al lado del pozo. También se cree que se
ha dedicado al comercio en Petén en años recientes.
Al subinstructor Kaibil Pedro Pimentel Ríos, el tribunal primero
B de mayor riesgo lo encontró culpable y lo condeno a seis mil 60
años de prisión
La odisea de justicia en Centroamérica
Buscando a Óscar I: La increíble historia del niño que
sobrevivió a la masacre de Dos Erres en Guatemala
Por : Sebastian
Rotella, ProPublica y Ana Arana, Fundacion MEPI en
Reportajes de investigación Publicado: 25.05.2012
Óscar Ramírez nunca supo que era una prueba viviente. Una de las
tres que quedaron de la masacre que el Ejército de Guatemala llevó a cabo en la
pequeña aldea Dos Erres. Poco más de 250 personas vivían allí; solo tres
sobrevivieron al macabro montaje para hacerlo parecer obra de la guerrilla.
Óscar era un niño de 3 años, 29 años después, viviendo en EE.UU., recibió un
mail que decía que su padre no era el teniente quién él creía. Otro
sobreviviente, era soldado cuando supo que quien lo crió asesinó a su familia.
Esta es la estremecedora historia de búsqueda de justicia que hoy estremece a
todo el continente.
(*)Un reportaje de Fundacion MEPI y Propublica.
La llamada de Guatemala puso a Óscar en guardia. “Unos fiscales
vinieron a buscarte”, le dijeron familiares de su pueblo. “Son gente influyente
de Ciudad de Guatemala. Quieren hablar contigo”.
Óscar Alfredo Ramírez
Castañeda tenía mucho que perder. A pesar de que vivía sin documentos en los
Estados Unidos, a sus 31 años había logrado crear una vida estable. Tenía dos
empleos a tiempo completo para mantener a sus tres hijos y a su mujer, Nidia.
Se habían establecido en una casa pequeña pero alegre en Framingham, un barrio
obrero de Boston.
Óscar generalmente se esforzaba por mantenerse lejos de las
autoridades. Sin embargo, llamó a la fiscal de Ciudad de Guatemala. Ella le
dijo que quería hablar de un tema delicado sobre su niñez y de una masacre
ocurrida durante la guerra civil de Guatemala. Prometió explicarlo todo en un
correo electrónico.
Días después, Óscar se sentó frente a su computadora en su
sala repleta de juguetes, trofeos de escuela, fotos de familia, un crucifijo y
recuerdos de su país. Había llegado a casa tarde, después del trabajo. Nidia,
con siete meses de embarazo, descansaba en un sillón cercano. Los niños dormían
arriba.
Los ojos verdes de Óscar miraron la pantalla. El correo había llegado.
Respiró profundo y dio clic.
“Usted no me conoce”, empezaba la larga
misiva que le cambiaría la vida.
La fiscal decía que estaba investigando un
episodio violento de la guerra, un caso que la había afectado profundamente. En
1982, una patrulla de comandos especiales había asaltado el pueblo de Dos
Erres y había masacrado a más de 250 hombres, mujeres y niños.
Dos
niños pequeños que sobrevivieron fueron robados por los comandos. Veintinueve
años después, quince desde que la fiscalía había empezado la búsqueda de los
asesinos, la fiscal había llegado a la conclusión de que Óscar era uno de los
dos niños secuestrados.
“Yo tengo conocimiento que usted fue muy querido y bien
tratado por la familia con quienes se crió. Yo espero que después de todo esto
que le estoy contando, usted tenga la suficiente madurez para asimilarlo de una
manera adecuada. Yo lo hago de su conocimiento en base al derecho a saber la
verdad que tienen todas las personas víctimas de violaciones a los Derechos
Humanos”, escribió la fiscal.
“El punto, Oscar Alfredo, es que usted, aunque no
lo sabía, fue una víctima de ese triste hecho que le comento, al igual que ese
otro niño que le cuento que encontramos, así como los familiares de las
personas que fallecieron en ese lugar”.
Para entonces, Nidia leía por encima de su hombro. La fiscal
dijo que podía acordar una prueba de ADN para confirmar su teoría. Le ofreció
un incentivo: ayudar a Óscar con su proceso migratorio en los Estados Unidos.
“Esta
es una decisión que usted debe tomar”, acotó.
Óscar repasó imágenes de su niñez
rápidamente en su cabeza. Se esforzó por relacionar las palabras de la fiscal
con sus propios recuerdos. No conoció a su madre, tampoco a su padre, quien
nunca se casó. El teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos había
muerto en un accidente cuando él apenas tenía cuatro años. La abuela de Óscar y
sus tías lo habían criado inculcándole un profundo respeto hacia su progenitor.
Según
la familia, el teniente había sido un héroe. Se graduó como el primero en su
clase, se convirtió en un soldado de élite y había ganado medallas en combate.
Óscar atesoraba la boina militar roja y su añejo álbum de fotos. Le gustaba
hojear las imágenes que mostraban a un oficial fornido de sonrisa joven, en un
tanque, cargando la bandera.
El sobrenombre del teniente era un diminutivo de
Óscar: Cocorico. Y Óscar se llamaba a sí mismo “Cocorico
Dos”.
Si las sospechas de la fiscal eran correctas, Óscar no sabía quien
era. No era el hijo de un honorable soldado. Era la víctima de un secuestro, un
trofeo de batalla, la prueba viviente de una masacre.
A pesar de lo abrumador
de la revelación, Óscar tuvo que admitir que no era del todo una sorpresa. Diez
años antes, alguien le había enviado un artículo de un periódico guatemalteco
sobre Dos Erres. Mencionaba su nombre y el supuesto rapto. Pero su
familia en Guatemala lo había convencido de que la idea era descabellada, un
mero invento de la izquierda.
Lejos de la cruda realidad de Guatemala, Óscar
decidió olvidarse de la historia. El país que había dejado detrás era uno de
los más desesperados y violentos en todo el continente americano. Alrededor de
200 mil personas murieron en la guerra civil que terminó en 1996. Los
militares, acusados de genocidio, todavía conservaban mucho poder.
Ahora, el
caso estaba arrastrando a Óscar al interior de la lucha que Guatemala libraba
al enfrentarse con su pasado trágico. Si se realizaba la prueba de ADN y los
resultados eran positivos, su vida se transformaría de manera peligrosa. Se
convertiría en una evidencia de carne y hueso en la búsqueda de justicia para
las víctimas de Dos Erres. Tendría que aceptar que su identidad, su
vida entera, había estado basada en una mentira. Además, se convertiría en un
posible objetivo de las fuerzas poderosas que buscaban mantener enterrados los
secretos de Guatemala.
Los guatemaltecos se encontraban en un dilema similar.
Estaban divididos acerca de cómo castigar los crímenes del pasado en una
sociedad rebasada por la impunidad. Los asesinos y torturadores uniformados de
los ‘80 habían contribuido a crear las mafias, la corrupción y el crimen que
azotaban a los pequeños países de Centroamérica. La investigación de Dos
Erres era parte de la batalla contra la impunidad, de la lucha por un
mejor futuro. Pero las pequeñas victorias tenían grandes costos potenciales: represalias
y conflictos políticos.
Al igual que su país, Óscar tenía que elegir si quería
enfrentar una verdad dolorosa.
“NO SOMOS PERROS PARA
QUE NOS MATEN”
El otoño de 1982 fue tenso en Petén, una región al norte de
Guatemala, cerca de México.
Las tropas militares en la zona combatían al grupo
guerrillero conocido como las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). La campaña de
contrainsurgencia era metódica y brutal. El dictador Efraín Ríos Montt, un
general que había tomado el poder en marzo, después de un Golpe de Estado,
arrasaba con poblados rurales sospechosos de alojar y proteger a los rebeldes.
Aunque
habían ocurrido enfrentamientos cerca de Dos Erres, la aldea estaba
escondida en un área remota y selvática y era relativamente tranquila. Había
sido fundada apenas cuatro años antes, mediante un programa de reparto agrario
del gobierno. A diferencia de las áreas donde los rebeldes reclutaban
agresivamente entre los indígenas del país, los habitantes de Dos Erres eran
principalmente ladinos (guatemaltecos de ascendencia blanca e indígena). Las
sesenta familias que vivían en este terreno muy fértil, cultivaban frijol, maíz
y piñas. Los caminos no estaban pavimentados, pero había una escuela y dos
iglesias, una católica y otra evangélica. El nombre del pueblo, Dos Erres,homenajeaba a
sus fundadores, Federico Aquino Ruano y Marcos Reyes.
El encargado
militar de la región, el teniente Carlos Antonio Carías, pidió que
los hombres de Dos Erres participaran en una patrulla de
autodefensa civil armada de la base militar ubicada en el pueblo de Las Cruces,
localizado a unos 11 kilómetros de distancia. Los hombres de Dos Erres se
resistían a hacerlo, preferían ser parte de una patrulla que protegiera a su
comunidad. El teniente Carías tomó a mal esta posición de los residentes. Se
tornó agresivo y acusó a la gente de Dos Erres de refugiar a
guerrilleros. Prohibió a los habitantes que participaran en las ceremonias de
juramento a la bandera, y, como evidencia de su supuesta traición, mostró a sus
superiores un costal de cosecha inscrito con las iniciales FAR, alegando que se
trataba de la insignia guerrillera. En realidad, el costal pertenecía al
cofundador de la aldea, Ruano, y eran sus iniciales.
En octubre, el Ejército
sufrió una humillante derrota en la cual guerrilleros mataron a un grupo de
soldados y robaron alrededor de veinte rifles. A principios de diciembre,
inteligencia militar indicó que las armas robadas estaban en el área de Dos
Erres. El Ejército envió a sus comandos especiales, los Kaibiles,
a recuperar las armas y a darles a los habitantes un castigo.
Los comandos
representaban la punta de lanza de una ofensiva anti-guerrillas que ya había
recibido varias condenas internacionales. En la lengua indígena Mam, Kaibil
significa “aquél que tiene la fuerza y la astucia de dos tigres”. Con un
entrenamiento notoriamente duro en técnicas de supervivencia, contrainsurgencia
y guerra psicológica, los Kaibiles eran considerados como las fuerzas
especiales más violentas de Latinoamérica. Su lema: “Si avanzo,
sígueme; si me detengo, aprémiame; si retrocedo, mátame”.
El plan incluía
encubrir la identidad de los invasores. El 6 de diciembre de 1982, en una base
en Petén, se formó un escuadrón de veinte Kaibiles disfrazados como
guerrilleros: con camisetas verdes, pantalones de civil y brazaletes rojos.
Cuarenta efectivos uniformados que les acompañarían tenían órdenes de apoyarles
con un cerco de seguridad y evitar que alguien entrara o saliera. De todo lo
que sucediese en Dos Erres, se responsabilizaría a la izquierda.
Las
tropas salieron a las 22:00 en dos camiones civiles. Condujeron hasta la
medianoche. Después incursionaron durante dos horas por la densa y húmeda selva.
Eran guiados por un guerrillero cautivo obligado a participar en la misión.
En
las afueras de la aldea el escuadrón de ataque se desplegó como siempre: por
grupos de asalto, municiones, apoyo de combate, perímetro y mandos.
El grupo de
mando tenía un operador de radio que se comunicaría durante la operación con
mandos superiores situados en otros lugares. El grupo de asalto consistía en
expertos en interrogación, lucha y asesinato. Incluso sus mismos compañeros en
el escuadrón mantenían su distancia con los miembros de este grupo por
considerarlos psicópatas.
Los Kaibiles escogidos para esta misión secreta eran
la élite de la élite. A los 28 años, el teniente Ramírez era el más
experimentado de todos.
Conocido como Cocorico o El
Indio, Ramírez se había graduado como el mejor de su clase en 1975. Había
ganado una beca para entrenamiento avanzado en la Escuela de Lanceros, en
Colombia, pero se había metido en problemas por ir de fiesta y malgastar
fondos. Fue suspendido del Ejército por seis meses y peleó como mercenario en
Nicaragua en 1978, con las fuerzas del dictador Anastasio Somoza Debayle, un
aliado de los Estados Unidos. Washington reforzó el rol de Guatemala como un
bastión estratégico en la lucha contra el comunismo cuando los Sandinistas derrotaron
a Somoza el año siguiente. Creció el temor de que hubiera un efecto dominó en
la región.
Ramírez volvió a Guatemala y se unió a una unidad de artillería.
Herido y condecorado en noviembre de 1981, comenzó a participar en operaciones
encubiertas contra la guerrilla, muchas veces vestido de civil. Se creó una
reputación por su crueldad. Un compañero suyo lo consideraba “un criminal
uniformado”. Otros veteranos, en cambio, admiraban su habilidad en el campo de
batalla y la lealtad a sus tropas.
Cocorico era también un hijo entregado: le
enviaba mensualmente dinero a su madre, quien se quejaba frecuentemente de que
el teniente seguía SOLTERO y no le había dado un nieto.
Ramírez
se convirtió en instructor en la escuela de entrenamiento Kaibil, en Petén. En
1982, el régimen de Ríos Montt cerró la escuela y creó una patrulla itinerante
de instructores: tenientes, sargentos y cabos, todos hábiles combatientes.
Ramírez era el subcomandante de la unidad, la cual podía desplegarse
rápidamente como una fuerza de ataque en las zonas de control guerrillero.
El
escuadrón invadió Dos Erres a las 2:00.
Los comandos
derribaron puertas y sacaron a las familias de sus casas. Aunque los soldados
estaban preparados para un enfrentamiento, no hubo resistencia. No encontraron
ninguno de los rifles robados.
Llevaron a los hombres a la escuela, y a las
mujeres y a los niños a una iglesia. La violencia comenzó antes del amanecer.
César Ibáñez, uno de los soldados, escuchó los gritos de las niñas pidiendo
ayuda. Varios soldados vieron al teniente César Adán Rosales Batres violar
a una niña de 10 años frente a su familia. Imitando a su superior, otros
militares empezaron a violar a mujeres y niñas.
Al mediodía, los Kaibiles
ordenaron a las mujeres violentadas que prepararan comida en una pequeña casa
de rancho. Los soldados comieron en turnos de cinco. Las jóvenes lloraban
mientras servían comida a Ibáñez y a los demás. De regreso a su puesto, Ibáñez
vio cómo un sargento llevaba a una niña por un callejón.
El sargento le dijo
que habían empezado “a vacunar”.
Los militares llevaron a las personas una por
una al centro de la aldea, cerca de un pozo sin agua de 12 metros de
profundidad. Favio Pinzón Jerez, el cocinero del escuadrón, y otros
soldados les aseguraron que todo estaría bien. Serían vacunados. Se trataba de
una medida de salud preventiva. No era nada para preocuparse.
Gilberto Jordán
fue el primero en derramar sangre. Cargó a un bebé, lo llevó hasta el pozo y lo
arrojó hacia su muerte. Jordán lloró cuando mató al niño. Sin embargo, con la
ayuda de Manuel Pop Sun, otro soldado, siguió arrojando niños al pozo.
A los
adultos les vendaron los ojos y los hicieron arrodillarse, uno a uno. Los
interrogaban acerca de los rifles y los nombres de los líderes guerrilleros.
Cuando los habitantes protestaban que no sabían nada, los soldados les
golpeaban en la cabeza con un mazo, un martillo de metal. Luego, los arrojaban
al pozo.
“¡Malditos!”, gritaban las víctimas a sus ejecutores.
Ibáñez tiró a
una mujer al pozo. Pinzón, el cocinero, siguió llevando allí a las victimas,
junto al sub-teniente Jorge Vinicio Sosa Orantes. Cuando el pozo estaba medio
lleno, un hombre que cayó encima de la pila de cadáveres pero seguía vivo,
logró quitarse la venda de los ojos:
-¡Mátenme! -les dijo a los militares.
-¡Tu
madre! -contestó Sosa.
-¡La tuya, hijo de la gran puta! -gritó el hombre en
respuesta.
Pinzón observaba. Sosa se enfureció, le disparó al hombre y para asegurarse,
lanzó una granada al interior del pozo. Unas horas más tarde, los cuerpos se
desbordaban.
La masacre continuó en otras partes del pueblo. Salomé
Armando Gómez Hernández, de 11 años, vivía en otra aldea cerca de Dos
Erres. Esa mañana temprano, había viajado a caballo con su hermano de 22
años para comprar medicina en Las Cruces. Cuando llegaron a Dos Erres alrededor
de las 10:00 para visitar a un tío, los militares metieron a Gómez Hernández a
la iglesia junto a las mujeres y los niños. A través de los tablones, vio cómo
los soldados golpeaban y disparaban a la gente. Su hermano y su tío fueron
asesinados.
Por la tarde, los asaltantes juntaron alrededor de cincuenta
mujeres y niños y los llevaron caminando hacia las montañas. Gómez Hernández se
puso al frente de la fila, sabiendo que se dirigían a su muerte. Los demás
también lo sabían.
“No somos perros para que nos maten en el monte. Sabemos que
nos van a matar, ¿por qué no lo hacen aquí mismo?”, dijo una mujer.
Un soldado
se abrió paso violentamente entre los prisioneros hasta llegar a la mujer y
jalarla del cabello. Gómez Hernández vio la oportunidad de escapar y huyó. El
eco de los disparos sonaba tras él. Se escondió entre la maleza y escuchó.
Uno
a uno los soldados mataron a los prisioneros. Gómez Hernández escuchó los
gemidos de la gente agonizando. Un niño llamaba a su mama. Los militares
ejecutaron a los pequeños con los rifles. A cada uno, un tiro. Fueron entre
cuarenta y cincuenta disparos en total.
Al caer la noche, en el pueblo sólo
quedaban cadáveres, animales y soldados. El escuadrón se resguardó esa noche en
las casas abandonadas. Llovía. Gómez Hernández pudo volver al pueblo, con
trabajo, tropezándose entre la oscuridad y el lodo. Pasó entre los cuerpos de
sus vecinos esparcidos por las calles y caminos. Escondido entre el pasto alto,
escuchó risas.
“Ya los terminamos, muchá. Y vamos a seguir buscando”, dijo un
militar.
Gómez Hernández finalmente regresó a Las Cruces.
Cinco prisioneros más
sobrevivieron a la matanza de los Kaibiles. Tres mujeres adolescentes y dos
niños pequeños aparentemente habían logrado esconderse en algún lugar. Al
ponerse el sol, fueron hacia el centro de la aldea. Los soldados los llevaron a
una casa que habían convertido en el puesto de mando. Los tenientes decidieron
no matar inmediatamente a los recién llegados.
La mañana del 8 de diciembre, el
escuadrón se dirigió hacia las montañas selváticas con los nuevos prisioneros.
Vistieron con uniformes militares a las adolescentes. El teniente Ramírez se
hizo cargo del pequeño de tres años. El panadero del escuadrón, Santos López
Alonzo, se llevó al niño de cinco años. Esa noche, tres oficiales arrastraron a
las jóvenes entre la maleza y las violaron. A la mañana siguiente las
estrangularon y las fusilaron.
Perdonaron las vidas de ambos niños porque
tenían piel blanca y ojos verdes, atributos bien valorados en una sociedad
estratificada por divisiones raciales.
El teniente Ramírez le dijo a Pinzón y
al resto que llevaría al niño más pequeño a su pueblo, Zacapa, situado al este
del país. Lo vestiría al estilo de la región: “Como un vaquero: botas vaqueras,
pantalones y una camisa”.
Días después, un helicóptero aterrizó en una llanura.
Estaba ahí para recoger a Pedro Pimentel Ríos para su siguiente misión. Iba
rumbo a Panamá para servir como instructor en la Escuela de las Américas, la
base militar de los Estados Unidos donde se entrenaron a muchos militares
latinoamericanos implicados en atrocidades. Los niños fueron subidos al
helicóptero y llevados a la base Kaibil.
En la selva la patrulla iba a pie.
Seguían las indicaciones del guerrillero guía que estaba atado a una larga
cuerda. Las provisiones ya escaseaban. Mientras se encontraban sentados
alrededor de una fogata, el teniente Ramírez le dijo a un subordinado, Fredy Samayoa
Tobar, que tenía ganas de comer carne.
-¿De dónde se supone que voy a sacar la
carne? -preguntó Samayoa.
-Corta un pedazo de ese guía y tráemelo -contestó
Ramírez.
Samayoa tomó su bayoneta y le cortó unos treinta centímetros de la
espalda al guía. Y le llevó el pedazo al teniente.
-Oh no, no, no, tienes que
ejecutarlo, está sufriendo -le dijo Ramírez.
El soldado mató al guía. El
teniente no se comió la carne.
El comando llegó cerca del pueblo de Bethel,
donde encontraron una tienda y robaron cerveza, cigarrillos y agua. Se
encontraron también con unos campesinos, a los que decapitaron.
Cuando el
escuadrón regresó a la base, más de 250 personas habían muerto. Los Kaibiles
llamaron a la misión “Operación Chapeadora”. Habían “podado” a todo aquél que
se había puesto en su camino.
Cuatro días después de la masacre, el teniente
Carías, comandante en Las Cruces, llevó tropas en camiones y tractores a Dos
Erres. Saquearon los vehículos, propiedades y robaron a los animales. Luego
quemaron la aldea.
Carías se encontró con los aterrorizados familiares de los
desaparecidos. Algunos estuvieron lejos de Dos Erres ese día,
otros vivían en pueblos cercanos. Acusó a la guerrilla del incidente.
Quién
hiciera demasiadas preguntas, amenazó Carías, moriría.
PRUEBA VIVIENTE
Tras unas pocas semanas, la embajada estadounidense en Guatemala
se había enterado de lo sucedido en Dos Erres.
Una “fuente
confiable” les había dicho a los oficiales de la embajada que soldados
disfrazados de rebeldes habían asesinado a más de 200 personas. Era el último
de una serie de reportes recibidos en los que se culpaba a los militares por
las masacres al interior del país. El 30 de diciembre tres oficiales
estadounidenses fueron a Las Cruces, y las entrevistas realizadas a los locales
levantaron más sospechas.
El equipo sobrevoló Dos Erres en
helicóptero. El piloto de la Fuerza Aérea de Guatemala se negó a aterrizar,
pero las casas quemadas y los campos abandonados eran una evidencia
suficientemente clara de que se habían cometido atrocidades. En un cable
diplomático excepcionalmente sincero enviado a Washington, los diplomáticos
aseguraron que “lo más probable es que la entidad responsable de este
incidente sea el Ejército de Guatemala”.
El gobierno estadounidense mantuvo
el secreto hasta 1998. No se tomó ninguna medida contra el Ejército ni el
escuadrón Kaibil. Los Estados Unidos continuaron apoyando a los gobiernos
represores pero anti-comunistas de Centroamérica.
Tendrían que pasar catorce
años hasta que alguien intentara hacer justicia por Dos Erres. En
1996, después de más de tres décadas de guerra civil, las hostilidades cesaron
con un tratado de paz entre los rebeldes y militares de Guatemala. Ambos bandos
acordaron una amnistía que exculpaba a los combatientes, pero permitía juzgar
las atrocidades.
Existía, sin embargo, una duda considerable sobre si el nuevo
gobierno sería capaz de llevar a juicio esos casos. Los perpetradores de
algunos de los peores crímenes de guerra mantenían su poder en las Fuerzas
Armadas o en mafias del crimen organizado que crecieron rápidamente. Los
cárteles de droga reclutaron ex Kaibiles como sicarios e instructores.
La
investigadora que se enfrentó a este peligroso encargo fue Sara Romero.
Romero
era una mujer pequeña y tranquila al expresarse. Parecía más una oficinista o
una profesora que una luchadora contra el crimen de primera línea. A sus 35
años era una fiscal novata. Se había graduado en la escuela de leyes el año
anterior y había sido asignada a una comisión especial de derechos humanos en
la Ciudad de Guatemala. Aunque los crímenes de guerra habían quedado sin
resolver durante años, estaba decidida a continuar las investigaciones sin
importarle los obstáculos. De otra forma, pensaba, la impunidad seguiría
enquistada en la sociedad guatemalteca.
Se le asignó el caso de Dos
Erres. Hubo cientos de masacres durante el conflicto y Naciones Unidas
concluyó que el Ejército fue responsable de al menos el 93 % de las muertes.
Además la ONU declaró que los asesinatos sistemáticos de indígenas podrían
llegar a ser un genocidio.
Romero tenía poca información. Los militares
insistían que el caso de Dos Erres había sido obra de la
guerrilla. Gracias a la declaración de Gómez Hernández (vea la
declaración), el sobreviviente que tenía 11 años durante la masacre,
la fiscal supo que el Ejército había tenido algo que ver. Pero aún necesitaba
más pruebas.
Después de un trayecto de ocho horas en autobús a la región en el
norte del país, Sara Romero llegó a la escena del crimen. Un manto de silencio
cubría las ruinas. Entrevistó a sobrevivientes que estuvieron fuera de la aldea
el día de la masacre. La mayoría tenía miedo de hablar. Susurraban que temían
la ira del teniente Carías, quien todavía seguía como comandante en Las Cruces.
Sospechaban que él había orquestado el ataque al haberse enfrentado con los
habitantes de Dos Erres.
Romero se dio cuenta que era difícil
reconstruir hasta los hechos más elementales, como la identificación de las
víctimas. Para realizar un censo, pidió a la que fue maestra de la escuela
de Dos Erres, una lista de
todos los niños y familiares que pudiera recordar.
Sin víctimas
confirmadas ni testigos sólidos, Romero nunca podría resolver el caso. Pero
encontró a una aliada: Aura Elena Farfán.
De aspecto digno, Farfán
tenía el pelo gris y un carácter tan dulce como inflexible. Lideraba una
asociación de derechos humanos en Ciudad de Guatemala para víctimas del
conflicto. A pesar de las amenazas, había interpuesto una demanda criminal
responsabilizando al Ejército de la masacre en Dos Erres. En 1994,
había llevado con ella a un equipo voluntario de antropólogos forenses
argentinos para exhumar los restos. (Ver acta de
defunción de N.N.)
Los argentinos –con habilidades afinadas
investigando su propia “guerra sucia”—trabajaron rápidamente y en condiciones
riesgosas. El batallón en Las Cruces los acosó siguiéndoles y tocando música
militar a muy alto volumen. La exhumación extrajo e identificó los restos de
cerca de 62 personas, muchos de ellos bebes y niños.
Farfán pudo conseguir un
gran logro para la fiscalía. A menudo daba entrevistas en la radio del Petén,
donde invitaba a que los testigos se involucraran en el caso. Después de una de
esas transmisiones, representantes de Naciones Unidas le avisaron que un ex soldado
quería hablar sobre Dos Erres. Viajó a la casa del hombre, donde se
presentó disfrazada con lentes oscuros, un sombrero rojo y un chal. Una
representante española de la ONU seguía sus pasos para protegerla.
La puerta se
abrió. Allí estaba Favio Pinzón Jerez, el ex cocinero robusto y con
bigote del escuadrón Kaibil, desayunando con sus hijos. Después de su sorpresa
inicial, recibió a Farfán.
Pinzón le contó que había dejado el Ejército y ahora
trabajaba como chofer en un hospital. Nunca logró ser Kaibil de verdad. No
aguantó el duro proceso de entrenamiento. Por ser un humilde cocinero fue
maltratado por el resto de soldados de la patrulla Kaibil. Era el eslabón débil
en el código de silencio de los guerreros. Dos Erres era un
fantasma que le perseguía.
-Quería hablar con usted porque esto que tengo aquí
en el corazón, ya no lo aguanto más -le dijo Pinzón a Farfán.
Le contó la
historia de la masacre y le dio los nombres de cada miembro del escuadrón. La
conversación duró horas. Farfán se sintió abrumada, con una mezcla de disgusto
y gratitud. Fue incapaz de estrechar la mano del soldado, aunque vio que su
arrepentimiento parecía sincero.
Poco después, Pinzón le presentó a Farfán otro
veterano: César Ibáñez. La activista convenció a los dos hombres de testificar
ante Sara Romero. Contaron sus historias fríamente, sin asomo de emoción.
Habría sido imposible conocer los detalles de la masacre si los dos hombres no
hubieran hablado, por lo que se les concedió inmunidad y fueron
reubicados como testigos
protegidos.
Los investigadores habían encontrado obstáculos y
amenazas por parte del Ejército desde un principio. Ahora contaban con
testimonios de primera mano que implicaban a la patrulla Kaibil en el crimen.
Había
una nueva línea de investigación: el robo de los dos niños por el teniente
Ramírez y Santos López Alonzo, el ex panadero de la unidad.
Romero pensó que
encontrar a los dos muchachos era un punto crítico, un milagro. Debían conocer
la verdad: vivían con las personas que habían asesinado a sus padres. Ninguna
otra atrocidad de derechos humanos registrada contaba con este tipo de
evidencia.
En 1999, Sara Romero y otro fiscal fueron a casa del panadero López
Alonzo, cerca de la ciudad de Retalhuleu. Su oficina contaba con tan pocos
recursos que no había apoyo policiaco ni armas. Romero tenía sus reservas por
tener que enfrentarse a este militar con acusaciones tan graves. Sabía que los
Kaibiles se jactaban de ser considerados máquinas de matar.
Cuando vio al
soldado sentado en la entrada de su modesta casa, todos sus miedos
desaparecieron. “Se le ve un hombre sencillo, un campesino humilde”, pensó.
Las
fotos familiares en casa de López Alonzo confirmaron sus sospechas de que
estaba en el lugar indicado. Era un maya de piel oscura y cinco de sus hijos se
parecían a él. El sexto chico, llamado Ramiro, tenía piel
blanca y ojos verdes.
-Mi hijo mayor tiene una historia muy triste
-le dijo López Alonzo a la fiscal.
Confesó que tras la masacre se había quedado
con Ramiro y lo había tenido viviendo en la escuela militar por tres meses.
Trajo el niño a casa y a su esposa le contó que había sido abandonado (vea partida
falsa de nacimiento de Ramiro). López Alonzo dijo que había
enlistado a Ramiro, ya con 22 años, en el Ejército. Se negó a revelar la
ubicación del chico. Cuando la oficina de la fiscal empezó a indagar, el
Ministerio de Defensa le preguntó a Ramiro si tenía algún problema con la ley.
En vez de cooperar, el Ministerio le movió de una base a otra.
Los
investigadores estaban preocupados de que Ramiro se encontrara en un grave
peligro si los militares se enteraban de que era prueba
viviente de una atrocidad. Eventualmente, los fiscales lo
encontraron y se lo llevaron. Ramiro les contó que tenía recuerdos de la
masacre y del asesinato de su familia.
La familia Alonzo lo había tratado mal,
declaró, lo golpeaban y lo usaban casi como su esclavo. Durante un episodio de
ira, López Alonzo, borracho, le disparó con un rifle. Las autoridades le
convencieron de que abandonara las Fuerzas Armadas y le ofrecieron asilo
político en Canadá.
La búsqueda del otro joven fracasó.
Los fiscales
averiguaron que el nombre del chico era Óscar Alfredo Ramírez Castañeda.
Su presunto raptor, el teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos, había
muerto ocho meses después de la masacre cuando dormía sobre un camión que
transportaba madera para construir una casa. Murió instantáneamente cuando el
camión volcó.
Una hermana del teniente fue interrogada en Zacapa en 1999 y
confesó que Ramírez había traído el niño a casa a principios de 1983, alegando
que Óscar era el hijo que había tenido con una mujer fuera del matrimonio. Los
fiscales encontraron un acta de
nacimiento pero ninguna evidencia de que la madre realmente
hubiera existido. La hermana admitió que había oído que el niño era de Dos
Erres.
Óscar había dejado el país para ir a Estados Unidos. Como su familia
no quería ayudar en la investigación, Sara Romero se vio obligada a cancelar la
búsqueda.
En el intertanto, los investigadores avanzaron en otras pistas.
Habían identificado a varios ejecutores del escuadrón Kaibil. En el 2000, un
juez decretó órdenes de arresto para 17 sospechosos de la masacre.
En medio de
la realidad sofocante de Guatemala, los resultados eran decepcionantes. La
policía no lograba llevar a cabo los arrestos. Los abogados de la defensa
bombardearon al tribunal con documentos y apelaron a la Corte Suprema. El
alegato de la contraparte fue que sus clientes estaban protegidos por leyes de
amnistía, argumentos inexactos que estancaban las investigaciones.
Sara Romero
se estrelló con el poder del Ejército. Parecía que la justicia se le escapaba,
como lo había hecho Óscar.
(*) Con reportes por Habiba Nosheen, especial para ProPublica, y
Brian Reed, This American Life
(*)Un reportaje de Fundacion MEPI y Propublica.
No es que me guste vivir en el pasado, pero es sumamente necesario que conozcamos nuestro pasado, para entender muchas cosas del presente y luchar por un mejor futuro.
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