HELMER VELÁSQUEZ |
En este país, el linaje colonial se exhibe grotescamente, particularmente en la finca, aunque… todo el país es una vieja hacienda: armas, cercos, blindados, capataces y ordenanzas. Un señorío venido a menos, o peor aún, uno que nunca existió. Se trata, si acaso, de “ricos coloniales emergentes” aunque traten de no parecerlo. Se autoafirman fortunas rancias, de alcurnia y abolengo. Son, como sabemos: individuos o familias que han accedido a riqueza y dominio atados al poder y en ejercicio de violencia. Cuenta además la historia patria, que al constituir el Estado de Guatemala, aprovecharon legalizar sus haberes. Sin embargo, su legitimidad siguió siendo un problema. Ya sus abuelos peninsulares, habían “resuelto” parte del problema: el Papado reconoció a los reyes legítimos poseedores de los nuevos mundos y estos –a través de mercedes– a sus soldados y servidores civiles; aquellos a su vez a sus descendientes y así hasta nuestros días continúa la tradición. El tracto sucesivo perfecto. Tan sólido e imperativo que dura hasta hoy.
Es decir, por estos parajes la propiedad deviene de mandato divino. Para cerrar el círculo y conseguir la legitimidad absoluta, fue necesario que los avasallados, los despojados, internalizasen el dogma. Y es ahí en donde el asunto se problematiza. Si bien a costa de disciplina y palabra, o para salvar la vida, se terminó aceptando cruz y biblia como estandarte, la propia teología originaria parece reavivarse de siglo en siglo; y más aún el nuevo régimen propiedad ha estado en cuestión, hasta nuestros días. Es obvio, que religión, leyes y fuego han corrido paralelos en la historia por consagrar y mantener la propiedad; sin embargo, un elemento ha sido crucial en el afán de los nuevos ricos –del siglo XVII y descendientes– por legitimarse: la construcción ideológica del antiguo propietario de la tierra y sus descendientes, un ser: decadente, bolo, usurpador, pagano, bragueta suelta; solo sabe sembrar maíz y frijol. Ahora bien, como toda gran mentira histórica, la realidad terminó imponiéndose. Todos los libros que registran nuestra historia, documentan el despojo, otra cuestión es que algunos lo justifiquen. Pero nadie lo niega.
Es así que: miseria provocada, hambre, enfermedad y sobreexplotación, ciertamente dejan huella, se encallecen las almas de los pueblos, pero no envilecen. Nadie urge venganza, eso sí, un lugar digno en la historia, lejos de la ignominia, con propio idioma, orgullo de nación y la heredad recuperada: tierra, territorio, agua, bosque, saberes e ideas. Así que las patrañas de subalternidad, hoy como ayer
encubren pillaje y temor acrisolado.
http://www.elperiodico.com.gt/es/20141120/opinion/5092/El-chulo-Banús.htm
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