Ahora es el tiempo de recuperar, como un acto de memoria histórica, la silla de Atanasio Tzul.
Por: Miguel Ángel Sandoval
La idea de escribir un artículo sobre la silla de Atanasio, que habría sido utilizada por este personaje en los días del levantamiento de 1820 y durante su efímero reinado, tiene un origen muy preciso y el mismo tiene que ver con un performance planteado por el artista plástico Benvenuto Chavajay Ixtetela, que antes de la pandemia, en el año del bicentenario 2020, planeaba salir desde el museo de historia con la silla cargada con mecapal y hacer el recorrido desde la capital hacia Totonicapán, con un viaje que debía tener momentos clave en lugares del país habitados en su mayoría por pueblos indígenas.
Este performance arrancó con el tatuaje en la espalda del artista con la silla del líder indígena del levantamiento de 1820 [1]. Para ello, se solicitaron los permisos correspondientes, se entabló una relación directa con las autoridades de los 48 Cantones de Totonicapán, y se previeron los aspectos logísticos para llevar a bien esa demostración cultural reivindicativa.
El mensaje tenía por fuerza que resaltar el peso del levantamiento indígena para la memoria colectiva de los pueblos originarios, particularmente los pueblos kiche, y de manera especial para Totonicapán, que había sido centro del huracán que representó el lanzamiento de Atanasio Tzul, Lucas Aguilar y sus esposas, Felipa Soc y María Hernández Sapón, respectivamente.
Si algo falta para acompañar el recorrido de regreso de la silla del líder del primer levantamiento indígena por la construcción de una república indígena en Guatemala, es la reacción de un par de “museógrafos” o “veladores” del patrimonio cultural de Guatemala, que más veloces que nunca dijeron que la idea de llevar la silla de Atanasio Tzul a su natal Totonicapán no procedía, pues con ello se impedía a los visitantes del Museo de Historia de Guatemala la posibilidad apreciar una silla que, de acuerdo con sus declaraciones, pertenecía a la historia nacional y que, además, los encargados del museo habían restaurado. Finalmente hubo la entrega de la silla en un acto gubernamental el 12 de julio de 2021, dos siglos después del levantamiento de Atanasio Tzul.
El dato histórico nos dice que Atanasio Tzul y Lucas Aguilar encabezaron una rebelión y fundaron un reino kiche, independiente de España, con un rey, el propio Atanasio Tzul, y su esposa, Felipa Soc, como reina, mientras Lucas Aguilar era ungido presidente de un gobierno que duró unas pocas semanas, 29 días exactos, pero que antecedió en el tiempo a la independencia de los criollos.
Es la razón por la cual en uno de los primeros párrafos del acta de la independencia se lee que es mejor hacer la independencia ya, antes que otros la hagan, en referencia indudable a la rebelión indígena de Totonicapán liderada por Atanasio Tzul. Se puede leer de manera textual: “Para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclame de hecho el mismo pueblo”. Eso que se subraya es lo que en verdad pensaban los impulsores de la denominada independencia de Guatemala, que en verdad fue la liberación de los criollos de los impuestos de España, para mantener a los pueblos indígenas sojuzgados. Es algo que se infiere de la lectura del acta del 15 de septiembre de 1821.
Dicho en términos modernos o más actuales, la decisión de declarar una independencia sin mayores contratiempos corresponde a lo que se denomina el instinto de clase; en este caso, el instinto de los criollos propietarios de la herencia de la invasión y la conquista. En otro orden de ideas, el discurso oficial de la independencia, creado por los criollos, es el que se ha impuesto durante dos siglos, en donde nunca existió espacio a la existencia de otras fuerzas que en un momento trataran de hacer una república independiente.
Y como es de suponer, en el discurso oficial de los criollos, la mención de Atanasio Tzul y quienes con él dirigieron el levantamiento de Totonicapán del año 1820 es inexistente. En otras palabras, la desangelada independencia de Guatemala se hizo por temor, no al reino de España, sino a los indios kiche, entre tantos, que no estaban de acuerdo con seguir bajo el dominio imperial. Ese es un nudo histórico que ahora, con un gesto simbólico —una performance— se pone sobre la mesa nacional, o por lo menos hace que se vuelvan los ojos a esa iniciativa por recuperar la silla de Atanasio Tzul y depositarla en su pueblo de origen.
Es la vía del arte que nos vuelve a demostrar que es posible introducir cambios en la vida de un país, si se ataca por la vía de símbolos, en hechos que aparentemente no tienen mayor relevancia. Pero que el ojo del artista encuentra en esos hechos o situaciones, una fuerza telúrica que hace resaltar y generar debates de alcance nacional y en ocasiones mundial.
Lo que se señala es apenas una muestra que evoca, superficialmente, aspectos que los trabajos históricos de estudiosos como Daniel Contreras, Édgar Esquit, Marta Elena Casaús, Demetrio Cojtí, Arturo Taracena, Aarón Pollack, entre otros, han puesto en la mesa de debates del país. Sin embargo, sí permiten ubicar el contexto en el cual se produce la rebelión de Totonicapán, encabezada por Atanasio Tzul, su esposa y Lucas Aguilar y su esposa, en donde el primero es ungido como rey y el segundo como presidente, mientras que la esposa de Atanasio Tzul, como reina.
II
El tema de los documentos históricos o culturales es de primer orden para una situación como la que abre el tema de la silla de Atanasio Tzul. Acaso en ello lo primero es la discusión sobre la propiedad de los mismos en el plano simbólico, no en el de la posesión actual. Es algo que surge con las opiniones de personajes ligados a la conservación del Museo Nacional de Historia. Lo dicho nos lleva de la mano a la historia de los museos en nuestro país. Pero, sobre todo, a la visión patrimonial sobre el legado histórico de los mayas.
El tema no tendría mayor trascendencia si no es porque a nivel mundial es un asunto que tiene su relevancia. A título de ejemplo, ¿cómo se podría justificar por los europeos la no devolución del patrimonio cultural secuestrado o robado desde la Colonia a los países como el nuestro? O si se prefiere, ¿cómo se podría justificar que los ingleses no devuelvan las riquezas culturales griegas que secuestraron en algún momento de la historia?
Pero el tema es mucho mayor en un país como el nuestro. De tal forma, que hoy día es posible encontrar colecciones privadas de arte maya que fue robado o secuestrado de las construcciones mayas antiguas. O piezas completas que forman parte del acervo cultural que sobrevivió a la brutalidad de la invasión y la conquista. Dicho en términos que pueden ser incómodos, los herederos de los criollos son quienes tienen en sus mansiones o pequeños museos privados pedazos de estelas, fragmentos de murales, cerámica variada, toda robada [2]. Quizás no por los actuales propietarios, pero, en términos coloquiales, las piezas en manos de estos coleccionistas es compra “caliente”. De más está decir que es una barbaridad que piezas mayas hayan sido subastadas en París o en otros países en algún momento. ¿Cómo se justifica la subasta de una pieza robada?
Para el caso de las piezas que se encuentran en los museos europeos, lo menos que se puede pensar es que fueron robadas por buscadores de fortuna o de plano por los invasores como botín de guerra. Ello tiene su explicación, aunque no tenga ninguna justificación. El mayor caso de depredador habría sido un gringo, William E. Gates, “coleccionista” y “estudioso” que en los años 20 del siglo XX fue el encargado del patrimonio cultural en nuestro país [3]. Pero que en la práctica dio paso a una voracidad insaciable en el traslado fuera del país de piezas mayas de toda naturaleza. Aunque desde la perspectiva de los dueños de poder, no había patrimonio cultural, sino cosas inservibles de los indígenas.
Pero lo más grave es el caso de los criollos o sus herederos, que, racistas a cuerpo entero, coleccionan piezas mayas y toda expresión de arte antiguo o de plano preinvasión, que lo exhiben en sus residencias como lo único rescatable de los indígenas, pues de los que laboran en sus fincas y dominios no se puede enseñar absolutamente nada.
Esa es la gran contradicción que vemos en nuestro país. Es algo que en días recientes se puso de manifiesto por otras vías, cuando un conservador del museo prefiere que el símbolo del poder de Atanasio Tzul, la silla que ocupó durante su reinado o gobierno de 29 días, permanezca encerrado en un rincón del museo, antes que aceptar que como símbolo el mismo pertenece a los herederos de la gesta de Atanasio Tzul y, en consecuencia, sea trasladado y quede bajo la custodia de los 48 Cantones de Totonicapán. Pensaría que el debate está abierto.
III
Pero quizás la reflexión que se impone tiene que ver con la idea de que los actos culturales pueden tener una amplia influencia social, pueden contribuir a cambiar —aún sea en pequeña escala— temas que permanecen ocultos por la fuerza de la costumbre. Un hecho fundante en este terreno puede ser el cambio de un día a otro, el peso del racismo fue evidenciado solo con el hecho, pequeño si se quiere, insuficiente si se prefiere, pero de manera definitiva. Mateo Flores, un nombre de acento occidental, dejó su lugar a Doroteo Guamuch, de raíces indígenas.
Los símbolos siempre pueden formar parte de eso que llamamos el inconsciente colectivo, el alma de los pueblos. Sé muy bien que ello es intangible, que es de difícil explicación, pero ello no es suficiente para negar su pertinencia. En algún momento de la conflictiva relación de México-EE. UU., los mexicanos derrotaron a los estadounidenses en la batalla del Álamo en 1836; desde entonces, la bandera de ese fuerte está en poder de un museo mexicano. Y desde entonces, los estadounidenses utilizan cualquier recurso para intentar, sin fortuna, que los mexicanos les “presten” la bandera para algún evento oficial. Las excusas de los mexicanos son de antología, pues unas veces es por mantenimiento, otras por huelga del personal, otras más por razones de agenda, pero, finalmente, nunca han accedido a entregar de forma transitoria la bandera obtenida en una batalla.
En épocas recientes, un símbolo de las tierras de Colombia, Venezuela, Ecuador o Bolivia, representado por la espada de Simón Bolívar, fue secuestrado de su urna por un comando del M19, una organización insurgente que durante años hizo de la espada el símbolo de su insurrección armada. Otro de los símbolos, por cierto muy desconocido, es la actitud de Juan Matalbatz, que de acuerdo con la información histórica existente y que recuerda una publicación reciente de la Revista Domingo, de Prensa Libre, había dicho, al llegar a la España en la época de la invasión, con palabras más o menos textuales, que él no se iba a inclinar ante el rey, porque entre principales no existían esos actos. Un ejercicio de autoestima que es menester recuperar ante las muestras de pérdida de la misma, como lo demuestran los actos recientes observados en el comportamiento de diversos grupos mayas [4].
Es un gesto que debería ocupar un lugar destacado en la historia nacional, entre los símbolos de la resistencia indígena que es necesario retener. De la misma forma que la resistencia que durante varios años Cahi Imox realizó al mando de un ejército de cakchiqueles y que dio lugar a batallas memorables. Es una gesta que permanece oculta de manera general, aunque existen textos que rescatan al menos parte de la misma. Aunque a nivel social es realmente desconocida.
En otros términos, la resistencia indígena a la invasión, conquista, la finca de los criollos o la reforma liberal siempre estuvo presente, aunque en la actualidad se hace todo lo posible por desaparecerla. En esta perspectiva, el acto de recuperar la silla de Atanasio Tzul es otra de las facetas que adquiere la lucha por la memoria histórica de nuestros pueblos. Y algo no menor, el levantamiento o revolución encabezada por Atanasio Tzul antecede a la independencia que ahora se pretende conmemorar con un supuesto bicentenario que en verdad no es real.
Ahora es el tiempo de recuperar, como un acto de memoria histórica, la silla de Atanasio Tzul, y con ella un símbolo de la resistencia indígena a la opresión y la expoliación originadas con la invasión, pues, desde donde se quiera analizar, un símbolo de esa naturaleza debe ocupar un lugar en el corazón del pueblo kiche, en Totonicapán, lugar en donde en 1820, hace 200 años, tuvo lugar la gran rebelión que instaló en el poder un gobierno por 29 días.
[1] El artista Chavajay en el año 2016 fue determinante en el cambio de nombre del Estadio Nacional, que pasó a ser conocido como Doroteo Guamuch en lugar de Mateo Flores, nombre que se le había atribuido por error. El acto de resistencia cultural había iniciado al tatuarse la cédula de Doroteo Guamuch en la espalda.
[2] Museo Nacional y museos privados de Guatemala: patrimonio y patrimonialización, un siglo de intentos y frustraciones. Marta Casaús, Revista de Indias 2012. LXXII núm. 254.
[3] Ver Marta Casaús.
[4] Es el caso de las señoritas que en una gira de campaña por la presidencia se inclinaron a besar la mano de uno de los candidatos, en un acto que generó profunda indignación. O el momento en que un grupo de funcionarios indígenas salieron al rescate de un presidente rechazado por comunidades y autoridades indígenas a lo largo y ancho del país. Ello se puede consultar en los medios de comunicación de los últimos meses de 2019 y primeros de 2020.
https://elperiodico.com.gt/opinion/opiniones-de-hoy/2021/07/15/la-silla-de-atanasio-tzul/
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