viernes, 25 de abril de 2014

Travesía desierto Sonora-Arizona. Cuatro.


No sé cuántos kilómetros de distancia hay entre Agua Prieta y la frontera con Arizona, nosotros no caminamos en línea recta, la ruta fue serpentina, en instantes parecía que el camino era para regresar a Agua Prieta en lugar de dirigirnos a Arizona, sé la cantidad de kilómetros que caminamos porque el coyote llevaba un aparato estilo reloj que también era brújula y llevaba un registro de la distancia caminada.
A las doce en punto de la noche dieron la señal para cruzar la línea divisoria y fue cuando un viaje tranquilo se tornó en una pesadilla; los cientos de migrantes comenzaron a saltar los cercos de alambrado en un intento por llegar al otro lado sin ser interceptados por la Patrulla Fronteriza, personas de todas las edades, niños, adolescentes, adultos y ancianos. Personas mayores de los 70 años de edad también estaban allí en esa piña de gente tratando de saltar, la desorganización total la angustia y el miedo volvieron aquellos alambres de púas armas blancas que se llenarían de sangre fresca: pedazos de carne quedaban ensartados, piel y cabello.
Se escuchaba perfectamente cuando la piel se rompía y el alambre cortaba la carne en ocasiones llegando hasta los huesos, los gritos de dolor eran contenidos mordiendo pedazos de trapos, niños eran levantados en vilo y lanzados al otro lado donde caían sin amortiguamiento sobre las piedras, ancianos que caían al suelo y les pasaba la turba encima, kilómetros y kilómetros de frontera, de personas saltando los cercos de alambrado.
La luna iluminando la noche como si hubiera como un candil en camino de aldea, más allá de las siluetas se distinguían los rostros y se podía leer en las miradas el miedo y la angustia. No fue difícil para mí saltar los cercos de alambrado, crecí entre barrancos y realizando expediciones de arrabal con mis amigos de infancia, -Los 16 Hombres de mi Vida- entre los sembradillos de las aldeas y las parcelas.
Busqué uno de los troncos podridos que sostenían el alambrado y me sujeté a él con ambas manos, utilicé las líneas de alambre como si fueran gradas de escalera, estando en lo más alto del cerco salté hacia el otro lado. Las personas hacían lo contrario: querían utilizar el sistema antiguo de colocar un pie sujetando la línea más baja y con una mano levantar la que seguía, para pasar inclinadas pero era algo que no funcionaba debido a la cantidad de gente y al nivel de desorganización, cada quien saltaba como podía y utilizaba el método que más le convenía causando con esto la aglomeración y las heridas que aunque hoy estén cicatrizadas han quedado vivas en el alma de cientos de miles a lo largo de los años. Eso de los doce millones de indocumentados en Estados Unidos es un treta, si cruzan miles a cada minuto por agua, tierra y aire.
Saltamos el primer cerco y corrimos para cruzar la ferrovía, pusimos los suéteres y chumpas sobre la calle y volvimos a correr formados en hilera, el último del grupo recogió la ropa y nos la entregó llegando al otro cerco que ya era parte de Estados Unidos, curioso y real que el cerco del lado mexicano parecía de aquellos de aldea latinoamericana donde la única pena es que no crucen las bestias hacia los sembradillos de hortalizas, tremenda diferencia con los dos cercos del lado estadounidense que fueron hechos con maquinaria de última moda.
En lugar de troncos de madera, los parales eran vigas gruesas que parecían de acero, las líneas de alambre estaban más tupidas y ajustadas –tilintes diríamos en mi natal Jutiapa- lo que hizo que aquella masa humana se diera el encontronazo y fueran más las pieles cortadas y la sangre derramada.
No había manera de colocar el pie y hacer que bajara la línea de alambre que no cedía porque estaba ajustada en una forma inverosímil con grapas gruesas soldadas a los parales. Desconozco si este cerco estaba solo en cierta parte o era a lo largo de la frontera del desierto. Las personas optaron por lanzarse en clavados como si lo que les esperaba adelante era una poza de río, la ropa quedaba prendida con todo y piel, quien se quedaba tratando de destrabar la ropa, el cabello o la piel era empujado por la turba que no medía consecuencias, así fue como muchos dejaron pedazos de labios, nariz y mejillas colgando de las púas de alambrado.
Vi personas que perdieron los ojos porque las púas se incrustaban en las pupilas, hombres que se rasgaban los testículos, en ese cerco quedaron docenas que se negaron a seguir porque no lo pudieron cruzar y otras que por el tamaño de las heridas les fue imposible.
El segundo cerco del lado estadounidense estaba más ajustado aun y se convirtió en otra especie de colador que detuvo a otros cientos, entre ancianos, mujeres embarazadas, personas lesionadas, gente a la que ya no le daba ni el espíritu ni la fuerza física. Vi a coyotes sacar cuchillos de carniceros y degollar a las personas que gritaban del dolor causando por las heridas que se hicieron en los cercos, ellos no querían escuchar ningún lamento que alertara a la Patrulla Fronteriza y nos descubriera a todos y se les cayera el negocio y si alguien los denunciaba ir a la cárcel durante décadas. Con esos cuchillos de carniceros y pistolas amenazaban a todos por igual y con ésta acción hicieron pensar dos veces a quien intentó quejarse.
Pitos de sangre saltaban de los cuellos cortados y caían en la ropa de otros que aglomerados intentaban vencer el miedo y lograr saltar el tercer cerco mientras que los heridos se desplomaban y caían al suelo en una agonía que a nadie importaba, en la que nadie quería pensar, todos estábamos absortos en nuestros propios trances, tal vez el generalizado que solo entienden quienes han cruzado las fronteras en clandestinidad. En esos instantes de aprehensión una se da cuenta que como cantara don José Alfredo Jiménez en su Camino de Guanajuato: “ No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo, la vida no vale nada.”
Lo que hace la Patrulla Fronteriza es llevar los cuerpos a la morgue del poblado más cercano y hay quienes los han visto lanzarlos al otro lado del cerco para que los cuerpos se pudran en territorio mexicano y con esto no hacer gastar dinero al gobierno de Estados Unidos en entierros de cuerpos equis, equis. Si son encontrados por migrantes y coyotes sucede algo similar, moverlos del camino para que no estorben el intento de otros.
Es así como quedan los cuerpos que se vuelven polvo uniéndose a la erosión del desierto. Quienes mueren de sed, de hambre, cansancio y los cientos de miles a través de los años que han perecido heridos, desangrándose hasta quedar totalmente vacíos de anhelos y recuerdos, buscan en la agonía el abrazo lejano de quienes se quedaron esperando su regreso.
Yo también viví la depresión post frontera, durante años enteros me habitó el Síndrome de Ulises. Me fue consumiendo minuto a minuto y me ensimismó, robó mucho de mí; de mi alegría y de ser extrovertida pasé al silencio total que me convirtió en una persona oscura y ensombrecida. En un témpano de hielo que se encerró en exhaustivas horas de trabajo, para no pensar y para no sentir pero me fue imposible, la hiel me invadió por completo.
La vida en la frontera no es nada, si lo sabré yo. Por ésa y otras razones no hay nada ni nadie que me haga despegar los pies del suelo y ningún ego ha tenido los arrestos para verme de frente. Por más labias que me hagan llamándome hoy “escritora y poeta” buscando utilizar mi letra como mercenaria para fines de ultratumba, mi conciencia no se vende ni por un costal de tuzas. Es fiel a los invisibles porque viene de una de ellos.
Cruzamos el tercer cerco y vimos cómo se quedaban docenas atrapadas entre los alambres de púas y el desconcierto de la orfandad migratoria. Comenzaba otro trayecto en mi vida, entre los cactus y la adversidad.
http://cronicasdeunainquilina.wordpress.com/2014/04/25/travesia-desierto-sonora-arizona-cuatro/Ilka Oliva Corado.

Abril 25 de 2014.
Estados Unidos.

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