Los dedos separados no hacen nada, pero si se juntan, forman un puño capaz de derribar los muros de la indiferencia y la injusticia que lloran sangre.
Miguel Ángel Albizures
Llegamos a la casa de una señora indígena de Chajul, Quiché, nos esperaba, pues ya le habíamos anunciado la visita. Con la angustia reflejada en su rostro nos pasó adelante, al cuarto de unos cinco por cuatro metros, en el que conviven seis personas, ella, su hija, ya grande, el hijo con su esposa y dos pequeños, hijos de la pareja, tan desnutridos como ellos. En la pared, colgaban unos tres pocillos de plástico, otras cuatro tazas y un par de sartenes ahumadas. En una improvisada tabla, unas ollas tiznadas de soportar el fuego todos los días. En un rincón del cuarto estaba el poyo y unos leños haciendo brasa y sobre ellas, un comal listo para recibir la masa redondeada y cocer las tortillas que saciarán el hambre.
Ella jaló una piedra para sentarse y nos ofreció las dos pequeñas sillas para que nos sentáramos frente a ella. Más allá, en el otro rincón del cuarto, dos pequeños catres con un par de trapos encima. Casi a la par mía, había una hamaca que seguro, no solo servía de descanso durante el día o de improvisada silla, sino se convertía en cama para uno de ellos.
Todo ello quedó grabado en mi mente y me hizo recordar parte de mi niñez y de los vecinos que teníamos por la zona 6, unos más jodidos que otros, pero con ciertas posibilidades de abrirnos paso en la vida.
Imagínese usted lo que representa la vida diaria de esta familia, que es muy similar a muchas otras que hemos visitado en Chajul, Nebaj o Uspantán, pero también puede ser la de cualquier familia de uno de los tantos asentamientos que hay en la capital o de cualquier otro departamento de Guatemala. La pobreza y la pobreza extrema se extienden a lo largo y ancho del país, así como la desesperanza y el desconsuelo de no encontrarle una salida a esa situación.
Lo peor de todo es el suicidio de jóvenes que han buscado ramas de que agarrarse y no resisten y prefieren la muerte como única alternativa. Esos casos no los registran las estadísticas porque poco importa un joven que decidió terminar con su vida, antes de emprender viaje a la capital o Estados Unidos y también por allí encontrar la muerte lenta pero segura. En la región Ixil he visto el entusiasmo de los jóvenes que tienen la oportunidad de estudiar, pero también he visto las lágrimas de quienes después de salir de magisterio o terminar secretariado, no encuentran la fuente de empleo porque miles están atrás de una plaza vacante. ¿Hasta cuándo aguantará la juventud de hoy y nosotros, esa situación injusta y desesperante? Ojalá y corriera sangre en nuestras venas, como la que corrió en las venas de las mujeres, maestros, estudiantes, profesionales y obreros, en 1944.
Los dedos separados no hacen nada, pero si se juntan, forman un puño capaz de derribar los muros de la indiferencia y la injusticia que lloran sangre. No lo hagamos por nosotros, hagámoslo por la niñez y la juventud que merece un mejor futuro y hay que devolverle la esperanza. Las causas de la delincuencia están en la injusticia histórica y es con ella con la que hay que acabar, la limpieza social y la apertura de cárceles, no resuelven los problemas.
https://elperiodico.com.gt/opinion/2017/08/04/la-vida-sin-esperanza-no-es-vida/
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