A veces vivimos en un engaño autocomplaciente sobre el pasado reciente, que conduce a interpretaciones falaces de nuestra historia.
Edelberto Torres-Rivas
¿Cómo calificar la indescriptible matanza fratricida que arrojó más de cien mil guatemaltecos asesinados? No es válido creer que unos eran los buenos y otros los malos. Entre los muertos había de todo. Lo inquietante de este tema no es de carácter semántico sino de revisar la verdad; la Comisión de Esclarecimiento Histórico tuvo dificultades iniciales para finalmente hablar de un “enfrentamiento armado interno”. Este juego incierto de palabras oculta la peor matanza ocurrida en el último cuarto del siglo XX, hecho sin paralelo con la violencia habida en América Latina. La ONU lo calificó como “páginas de vergüenza e infamia, ignominia y terror, de dolor y llanto producto del enfrentamiento armado entre hermanos” y por “más de 36 años”. En rigor, fueron 30 años de represión y talvez seis de enfrentamiento. No fue sino por momentos un enfrentamiento mortal, un conflicto maligno porque de cada 100 muertos, uno pertenecía a un bando y el resto al otro, lo que revela algo de dantesca magnitud o una profunda injusticia. ¿Pero hay acaso guerras justas?
“En todo caso ¿por qué no se argumenta que como en El Salvador o Nicaragua hubo una guerra civil?” Siendo muy discutible, el término clásico de “guerra” se aplica a un conflicto violento que reúne “por lo menos” tres características: un conflicto de considerable magnitud, es decir de carácter masivo, con muchas personas involucradas y una elevada tasa de víctimas mortales; entre dos o más bandos más o menos armados, que tienen batallas, uno de los cuales corresponde al Ejército regular que combate en nombre de la autoridad establecida; y que en ambas partes exista una coordinación de las acciones militares. Nada de eso se cumplió en Guatemala, por lo que aquí “no hubo guerra civil”. Hoy día casi todas las guerras son internas y la mayor parte tienen un carácter civil, para lo cual es necesario que haya un cierto equilibrio mínimo entre los contendientes. Si uno de los grupos no es capaz de atacar o defenderse por un período de tiempo sería un eufemismo –según algunos autores– calificar como guerra las acciones violentas dirigidas contra ese, ya que en realidad se trataría más bien de sanciones unilaterales del Ejército; como también lo sería persiguiendo a un grupo abigeo, o de contrabandistas, o narcotraficantes, o combatiendo el alzamiento de un cuartel. Esos son momentos armados pero no son combates. Waldman dice que en la mayor parte de los actuales conflictos violentos, se busca al adversario en la población civil, a la que se suele oprimir y maltratar sin escrúpulos. El Ejército guatemalteco persiguió a la guerrilla y a sus bases sociales sin encontrar resistencia significativa.
Se dice que en Guatemala hubo una lucha fratricida de 36 años. ¡Falso! En el proyecto político de los grupos guerrilleros ciertamente se planteó la guerra como el camino de la revolución, pero eso solo fue un fraseo emocional o el uso de un lenguaje prosopopéyico. En 1964/67 no alcanzaron a implantarse en la Sierra de las Minas y fueron rápidamente destrozados; cuando fueron las elecciones de 1966 ya no existían las FAR. Sin embargo las fuerzas armadas desde antes de los sesenta ya aplicaban políticas represivas a organizaciones y personas consideradas comunistas, según la ley de Defensa de las Instituciones Democráticas. Poco a poco se fue conformando el poder contrainsurgente, que en la década de los setenta, a partir del gobierno de Arana Osorio, fue tomando los rasgos oscuros del Estado terrorista (“…una extensa y deliberada política de asesinatos extrajudiciales cometidos por el Estado.”) Cuando todo eso ocurre no se puede hablar de guerra sino de represión.
Las fuerzas guerrilleras, ahora más numerosas y mejor armadas buscaron de nuevo hacer la guerra en 1978 (¿?); es arduo precisar fechas, pues los acontecimientos se superponen y se traslapan, pero digamos que entre 1978 y 1982 hubo enfrentamiento armado, sin combates ni batallas; ni encuentros que produjeran víctimas en gran número. No es difícil entender que la desigualdad de fuerzas siempre fue abrumadora; fue tanto el desequilibrio que nunca llegó a constituirse una ‘situación de guerra civil’. Aquí lo que hubo fue el accionar de una represión militar permanente.
En breve, en Guatemala hubo decenas de millares de muertos pero en una “guerra” sin combates; un prolongadísimo conflicto donde una de las partes estaba desarmada; casi habría que hablar de “enfrentamiento desarmado interno”.
El período de violencia guerrillera fue aplastado por el Ejército, dando paso a largos trechos de violencia institucional, por ejemplo, la que acabó con toda la dirección sindical, estudiantil y barrial entre 1972-79. Utilizando datos numéricos imprecisos (salvo Ball, Kobrak y Spirer) en este cruento “enfrentamiento” los muertos fueron en un 99 por ciento civiles, unos 100 mil de los cuales (entre l980-84) el 82 por ciento fueron ciudadanos rurales, indígenas, no identificados. Ojo: no hay datos –números y nombres– de los caídos y solo pudieron ser identificados los civiles muertos (por la represión) en las ciudades. El 29 por ciento de los muertos fueron eliminados individualmente, en su inmensa mayoría ladinos urbanos; y el 51 por ciento de los asesinados fueron muertos en grupos de más de 50 personas, todos indígenas (masacres). En esta brutal represión el 15 por ciento fueron mujeres y el 12 por ciento niños menores de 14 años; las fuerzas armadas son responsables del 91 por ciento de las víctimas de este enfrentamiento armado/desarmado, el 4 por ciento por causas desconocidas, el 5 por ciento por la guerrilla. De eso hablaremos mañana.
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