-Juan José Hurtado Paz y Paz | PUERTAS ABIERTAS–
El 31 de enero de 1980, las fuerzas represivas del Estado cometieron la masacre en la embajada de España, en la que fueron asesinadas 37 personas.
Aún hay personas que buscan justificar este crimen y/o tergiversar las responsabilidades, y siguen escribiendo fantasías. Pese a esto, ya el sistema de justicia del país ha condenado a algunos responsables de esos crímenes, como es el caso de Pedro García Arredondo, jefe policial en ese entonces, quien el 19 de enero de 2015 fuera sentenciado a prisión por 90 años más –pues ya estaba preso purgando por desapariciones forzadas– por su responsabilidad directa de estas muertes. Otros son prófugos de la justicia, como Donaldo Álvarez Ruiz, entonces ministro de Gobernación. Y otros más han muerto, como Germán Chupina Barahona, entonces director de la Policía Nacional o el general Romeo Lucas García, entonces presidente, sin que la justicia les alcanzara, aunque la historia ya los ha condenado.
Sin embargo, esas son las caras visibles de los responsables directos, de quienes dieron las órdenes; son los descartables, «los perros guardianes», pero no los amos del Estado que ha sido caracterizado como oligárquico, racista y patriarcal, dependiente del gran capital transnacional.
Comenzaremos por recordar algo del contexto en que se produce la ocupación pacífica de la embajada de España por un grupo de campesinos indígenas, en su mayoría de Quiché, acompañados por estudiantes, obreros, pobladores y cristianos.
En la década de los años de 1970, en Guatemala se produjo un nuevo ciclo de luchas y resistencia en contra del sistema racista, explotador y opresor. Para mencionar solo algunas, recordemos: la huelga magisterial de 1973, las luchas obreras, el surgimiento de nuevas organizaciones populares estimuladas por la solidaridad que se tejió luego del terremoto de 1976, la formación del Comité Nacional de Unidad Sindical –CNUS–, la marcha de los mineros de Ixtahuacán en noviembre de 1977, la lucha contra el aumento al precio del transporte urbano en octubre de 1978 y tantas más. Estas luchas iban acompañadas, en paralelo, por un resurgir del movimiento guerrillero revolucionario.
Lejos de atender las causas de estas luchas, la respuesta fue el incremento de la represión, primero de manera selectiva y, luego, generalizada contra amplios sectores de la población. Un parteaguas en la escalada represiva por parte del Estado contrainsurgente fue la masacre de Panzós, cometida el 29 de mayo de 1978.Fotografía, marcha en repudio por la masacre de Panzós, por Mauro Calanchina, tomada de Prensa Comunitaria.
Poner fin a los secuestros, desapariciones forzadas, asesinatos y masacres fue un elemento aglutinador para el movimiento social y los partidos políticos progresistas, dando lugar a la formación del Frente Democrático contra la Represión –FDCR– en febrero de 1979.
Sin embargo, los municipios del norte de Quiché continuaron sufriendo la creciente ocupación militar. El ejército cometía secuestros, asesinatos y algunas masacres. La contrainsurgencia llevaba muerte y terror a las comunidades indígenas y campesinas.
En esos tiempos no existían las tecnologías de comunicación actuales y estos hechos eran desconocidos en el resto del país y a nivel internacional, lo que facilitaba que el ejército continuara sus crímenes.
Ante esto, una delegación de indígenas campesinos viajó a la ciudad de Guatemala en septiembre de 1979 para denunciar lo que estaba ocurriendo y demandar el fin de la ocupación militar de sus territorios. Una de las actividades realizadas fue llegar al Congreso de la República para demandar a los diputados que actuaran en defensa de la vida de las y los comunitarios. A la salida del Congreso, varios estudiantes que les acompañaban fueron capturados y conducidos a centros de detención. Durante las horas que estuvieron presos, recibieron la solidaridad de otros privados de libertad y, afortunadamente, finalmente fueron liberados.
La represión contra la población indígena y campesina continuó.
Un hecho que no debe olvidarse es la ocupación que hicieron campesinos de la finca El Izotal y Tejidos San Antonio, de Chimaltenango, de la iglesia El Calvario, en la ciudad de Guatemala, en diciembre de 1979. Pensaron que, por ser un lugar sagrado, la policía no intervendría. Sin embargo, el párroco de la iglesia, un cura de nombre José Girón Perroné, llamó a las fuerzas policiales para que desalojaran a los ocupantes. Posteriormente, uno de los dirigentes, Miguel Archila, fue asesinado.
Esto hizo necesario que se coordinara una nueva jornada de denuncia, en enero de 1980, que incluyó la visita a centros educativos, medios de comunicación, las oficinas de la OEA en Guatemala y otras. Sin embargo, la denuncia no trascendía suficientemente y no se tomaban acciones para frenar la represión del ejército.
Era preciso una acción que trascendiera a nivel internacional, en condiciones que ofrecieran mayor seguridad para los activistas sociales. Es así como se planificó la ocupación pacífica de la embajada de España, con la demanda de que se integrara una comisión plural que verificara in situlo que estaba ocurriendo en el norte de Quiché.
El jueves 31 de enero de 1980, indígenas campesinos organizados, acompañados de estudiantes, obreros, pobladores y cristianos, entraron a la embajada. Cerraron desde dentro las oficinas, desplegaron sus mantas con la consigna «EJÉRCITO ASESINO, FUERA DEL QUICHÉ», instalaron altoparlantes y comenzaron la demanda. Simultáneamente, otros estudiantes distribuyeron a medios de comunicación las demandas del grupo ocupante.
Como fuera dado a conocer por el testigo presencial Elías Barahona, el propio presidente Lucas García dio la orden de «que no salga nadie con vida de allí». El mensaje que querían dar era claro: no estaban dispuestos a permitir las luchas sociales y no les importaba, para ello, pasar por encima de convenios internacionales.
Eso fue lo que hicieron: prendieron fuego a la embajada e impidieron que unidades de rescate de bomberos y Cruz Roja pudieran intervenir oportunamente para salvar a las personas que se encontraban dentro del edificio. Las personas afuera del edificio gritaban: «los están quemando vivos». El resultado fueron 37 personas muertas, calcinadas.
Fotografía, elementos de los cuerpos de socorro proceden a retirar los restos carbonizados de las víctimas del incendio de la embajada de España en Guatemala, tomada de . |
El entierro colectivo de las víctimas fue un acto masivo de protesta valiente contra la barbarie. Miles de personas desafiaron el terror y acompañaron el cortejo hasta el Cementerio General.
Previo a la salida del sepelio, dos estudiantes más fueron asesinados: Gustavo Adolfo Hernández, entonces presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina, y Jesús España, estudiante de Derecho. También fue desaparecida otra estudiante.
Hubo dos sobrevivientes entre las personas que se encontraban en la embajada: Máximo Cajal, entonces embajador de España en Guatemala, y Gregorio Yujá Xoná, campesino. El primero fue protegido por otros diplomáticos y pudo salir del país. El segundo fue trasladado al Hospital Herrera Llerandi, de donde fue sustraído/secuestrado, asesinado y su cadáver lanzado frente a la Rectoría de la Universidad de San Carlos –USAC–.
El movimiento social organizado no podía arriesgarse a seguir perdiendo a sus integrantes y decidió entonces que Gregorio fuera enterrado en el campus universitario, donde aún se encuentra, en la que se llamó Plaza 31 de Enero.
El dolor provocado por esta masacre se tradujo en rabia, rebeldía y decisión de lucha. Lejos de paralizar al movimiento social, este se fortaleció, creció y continuó, como se puso de manifiesto en la Lucha de la Zafra de fines de febrero y marzo del mismo año, la mayor movilización de trabajadores del campo en la historia de Guatemala.
El heroísmo de las y los ocupantes de la embajada de España sigue siendo inspiración de nuevas luchas. Nos dicen que podemos caer muchas veces, pero que también podemos –y debemos– levantarnos para seguir caminando. Nos hacen un llamado a la resistencia y a la unidad de los Pueblos, como se expresó entonces. Sus sueños, que también son los nuestros, siguen incólumes y avanzan a contracorriente.
Iximuleu (Guatemala), 31 de enero de 2020