Virgilio Álvarez Aragón | Política y sociedad / PUPITRE ROTO
El victorioso solo lo es si consigue que los demás acepten y aplaudan su relato. Pero si esa victoria es puesta en cuestión, demostrando no solo su falsedad, sino los crímenes cometidos para supuestamente conseguirla, intentará cubrirla con toneladas de silencio, pidiendo y hasta exigiendo que se mire para otro lado, haciendo como que hace justicia sin asumir de manera efectiva y seria las consecuencias de sus crímenes, insistiendo en su triunfo y en que todo lo hecho valió la pena. No nos dicen para qué valió la pena, porque tendrían que desenmascararse y decir que apenas valió para salvarse ellos, los de siempre, los que hablan de libertad, pero solo para sus negocios y sus ganancias.
Y es eso lo que ha ocurrido en estos cuarenta y cinco años transcurridos luego del crimen de Estado cometido contra cuarenta y un ciudadanos cuando se ordenó la quema de la sede de la embajada de España el 31 de enero de 1980. El primer intento del «victorioso» fue intentar hacer creer que las víctimas, al verse rodeadas por agentes de policía, habían decidido autoinmolarse, como si de una secta ultrarreligiosa se tratara, una decisión colectiva de la que no se tienen antecedentes históricos. La rapidez con la que se propagó el fuego y la posición en la que se encontraron muchos de los cadáveres son evidencia clara de la aplicación de un agente inflamable de alta toxicidad y calor. Las víctimas más próximas a las puertas de acceso murieron casi al instante. Ahora, con las evidencias del crimen cometido por el presidente Jimmy Morales contra las niñas del Hogar Seguro, es posible demostrar que ellas fueron encerradas hasta morir en el incendio, mientras las personas que se encontraban en la embajada española fueron asesinadas por invasores.
Pero el «victorioso» quiere insistir en su inocencia y, callando esta evidencia criminal, quiso culpar al jefe de la misión diplomática de haber organizado la toma de su sede para «provocar al Gobierno democrático» de Lucas García. La complicidad del diplomático no ha quedado demostrada, y aún, si así hubiese sido, los agentes del Estado no tenían ninguna justificación para asaltar territorio de otro Estado, como es el de una embajada.
Pero si el crimen ha quedado más que demostrado, los actores intelectuales y sus herederos quieren mantenerlo en el olvido o sumido en falsa justicia. Un juez valiente consiguió condenar al único acusado, un jefe policíaco tenebroso y sanguinario que simplemente ejecutó órdenes, sin que se haya podido condenar a quienes, con sus acciones, obligaron a los campesinos indígenas y sus acompañantes mestizos a tomar esa medida extrema para denunciar los crímenes que contra su comunidad se estaban cometiendo, mucho menos condenar y solucionar las causas que en aquellos años habían llevado a muchos a alzarse en armas.
Para evitar hablar de todo ello, los agentes del Estado han hecho como que piden disculpas, ya sea en los alfombrados salones hispanos o en engalanados patios del Palacio Nacional. Pedidos de disculpas del diente al labio, pronunciados casi siempre por funcionarios que no tienen la posibilidad real de resarcir a las víctimas, ni condenar efectivamente a los perpetradores intelectuales, mucho menos resolver, al menos en parte, las causas que llevaron a la insurrección.
Mas no solo es eso, habiendo sido organizada la toma por un grupo de estudiantes universitarios, desde los despachos rectorales se ha decidido, con la complicidad abierta o inconsciente de docentes y estudiantes, callar ese crimen inventando falsas tricentenariedades. Así, el 31 de enero ya no se habla de crímenes contra la humanidad y el derecho internacional cometidos por un régimen terrorista que defendió, literalmente a sangre y fuego, los intereses de una élite económica que continúa humillando, vejando y explotando a la inmensa mayoría de la población guatemalteca. Se habla y celebra, ¡en latín!, la decisión de un rey español de crear «su» universidad en tierras guatemaltecas.
En la disputa por el relato, los «victoriosos», si bien no han conseguido imponer sus mentiras, han logrado silenciar el crimen y proteger tanto a los autores materiales e intelectuales, como a los que por décadas se han beneficiado de ellos. Si a ningún gobernante se le ha ocurrido convertir esa fecha en un día de la dignidad indígena ni realizar, al menos en las comunidades a las que pertenecían las víctimas, acciones efectivas de reparación y memoria, sus ministros de Educación tampoco han buscado promover en los centros escolares la reflexión y cuestionamiento de esos crímenes. Por su parte, las universidades y organizaciones supuestamente representantes de los pueblos originarios han decidido servir de cómplices y callar el crimen, ocultar el hecho con falsas conmemoraciones, o mirar ese y todos los días del año para otro lado.
El hambre y la miseria campea en los cuatro puntos cardinales del país, la injusticia y el autoritarismo dominan en el campo y la ciudad. El crimen organizado, tanto el de pistola al cinto como el de cuello blanco, destruye día con día la sociedad y sus recursos naturales, manteniendo vivas las causas de aquellas insurrecciones armadas. Resolverlas es urgente, tanto como no olvidar aquellos crímenes y señalar, sin eufemismos, a los perpetradores y a quienes los crearon y protegieron. El olvido y la indiferencia solo pueden llevar a la repetición de lo que ahora se intenta ocultar. https://www.gazeta.gt/82179/
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