sábado, 29 de noviembre de 2014

Mi marido me engaña con otra.

Estoy en la última tregua de mi quinto sueño cuando es interrumpida por gritos que llegan de la calle, pienso que puedo estar teniendo una pesadilla, me doy vuelta y me acomodo en la cama pero los gritos siguen y cada vez más fuertes. Me termino de despertar, veo el reloj son las cinco de la mañana, en sábado. A la grán, qué pasará, me pregunto. Es común en el suburbio donde vivo que los proletarios se emborrachen decepcionados de la realidad migrante indocumentada y que les amanezca y ellos ahogando las frustraciones en el licor. Vivo en un pueblo habitado en el 99% por migrantes indocumentados que trabajan en los suburbios de judíos millonarios que están en los alrededores. Es común verlos tomando después de las cinco de la tarde, de lunes a viernes y seguir la borrachera los fines de semana. Solo con licor se logra engañar la realidad del invisible.

Algunas veces he salido al balcón y les grito que dejen dormir, en otras cuando les da por pelearse a puño cerrado les digo que voy a llamar a la policía y que por andar peleando nos van a terminar deportando a todos, se tranquilizan. Pero cuando las peleas tienen que ver con violencia doméstica, no hay palabra que los calme. Les dan con todo a sus parejas, con odio, con cólera, con el orgullo de machos heridos, ofendidos en su honor. Ellos sí pueden engañar a sus parejas pero a ellas que ni se les ocurra contestar al saludo de otros hombre porque sino van a terminar en el hospital es porque las matan a golpes.
Medio adormilada me asomo a la ventana, veo que son los vecinos que viven en el edificio, una pareja de africanos recién emigrados que hacen fiestas de jueves a domingo y se les llena el apartamento de invitados africanos. El regué traspasa las paredes de cartón y es difícil conciliar el sueño. No les digo nada, entiendo ese malestar del recién emigrado, cada quién lo vive a su estilo, unos con licor, otros con fiestas, otros con sexo, drogas. Añoramos todos el ayer y las reuniones familiares, a los amigos y las fiestas del pueblo. Aquí en un intento por mantenerlas se hacen ese tipo de reuniones en los apartamentos que con el tiempo van desapareciendo. Los dejo que las vivan con toda su euforia, en un par de años las habrán olvidado y serán parte del acopio de la post frontera. Todo pasa en esta vida.
Salgo al balcón y veo en el estacionamiento a por lo menos una docena de mujeres y unos ocho hombres, la pelea es de una pareja, por lo que entiendo que le grita la mujer reclamándole, el hombre besó a otra en la misma fiesta, y ella la está retando a los golpes, tiene un bate en la mano, la otra no quiere salir del carro que tiene encendido, la del bate comienza a quebrarle las luces traseras, todos gritan alarmados. El hombre que besó a la otra se siente privilegiado no se mete, lo veo riendo disfrutando del espectáculo. Por fin sale la que estaba en el carro y se agarran a golpes, logran separarlas. Les pego un grito desde del balcón, que se tranquilicen o voy a llamar a la policía, que dejen dormir. Piden disculpas pero la pelea sigue, hasta que el hombre se levanta de la banqueta, y las insulta arranca su carro y se va. La esposa acusa a la otra de metérsele por los ojos al marido, pero nunca vi que le reclamara al marido por besar a la otra.
Peleas así hemos visto todos. No sé cuántas veces en mi vida he escuchado a mujeres decir: mi marido me engaña con otra. Mi marido me pega, se emborracha y me pega, se droga y me pega, me viola cuando está borracho. Me obliga a tener sexo con sus amigos cuando se droga. Me pega así sin razón. Yo pregunto: ¿tiene que existir una razón para aceptar la violencia de género? La pregunta del millón: ¿y por qué no lo deja? Es que lo quiero. Es que cuando está sobrio me pide disculpas. Es que la gente va a hablar. Es que no puedo sola.
Ayer me preguntaba una muchacha mientras me enseñaba un número telefónico que tenía en su celular, si pertenecía a Guatemala, el número era de otro país, me dijo que registrando el celular de su marido a escondidas suyas, se lo encontró en WhatsApp y leyó la conversación y quiere averiguar quién es la mujer que se le está metiendo por los ojos a su esposo para darle su merecido. Me le quedé mirando. La invité a sentarse. ¿Tu esposo te engaña con otra? Sí. Bueno entonces dejálo. Para qué querés estar con alguien que te engaña todo el tiempo, porque imagino que no es la primera vez. No, siempre lo hace. Imagino que también te pega y te violenta sexualmente y te insulta todo el tiempo y te dice que no vales como mujer. ¿Cómo sabes? Porque son las señales claras de que tenés un esposo machista y abusador. Pero son ellas las que se le meten por los ojos, se las tengo que andar espantando, sino fuera por ellas él estaría bien.
En primer lugar –le dije- es una falta de respeto que toqués su celular, no es tuyo, además leer conversaciones ajenas, un hombre cuando es fiel aunque otra mujer se le desnude enfrente no la toca. Así de simple. Aquí el problema no soy ellas. Independientemente de eso, si hay otra o no, no puedes permitir que te abuse. A la muchacha no la conozco una conocida en común le dijo que yo era de Guatemala y se acercó para preguntarme por el número.
En mi adolescencia me tocó no sé cuántas veces ser intermediaria cuando dos patojas se estaban peleando por el mismo hombre -jamás en la vida una mujer debe pelear con otra a causa de un hombre,si tantos que hay  hasta para  hacer chinchilete- me tocaba ir a separarlas cuando se estaban desgreñando, acusándose una a la otra de andar de cusca. Los mismos patojos me iban a buscar para que fuera a separarlas. Para ellas el hombre era un santo que era obligado a caer en el pecado. Patrón de crianza. Así nos educan.
Me tocaba agarrarlas a ambas de las greñas y sentarlas y quedarme yo en medio y conversar con ellas. Explicarles con manzanas qué es la dignidad, y a mi manera el amor propio. Aunque en esos años mi autoestima estaba por los suelos, -ni sabía lo que significaba la palabra- nunca tuve problemas de esa índole con hombres, siempre fui clara y directa,  la puerta siempre ha estado abierta y quien quiera puede salir a la hora que guste, no hay ataduras en la relación ni codependencias, no tolero la falta de respecto, la traición ni la infidelidad. Y sí me han sido infieles y les señalo la puerta aunque me esté muriendo de amor.  También con las mínimas señales de una patología no dejo que crezca. Creo que me ha ayudado mucho la autonomía de trabajar desde niña y ganarme mi comida sola con mi trabajo, y no depender emocionalmente de nadie.  Ni del cordón umbilical.  Y me  vale pura estaca lo que la gente piense.
Y desde el cordón umbilical tenemos que educar a nuestras niñas a ser autónomas, a que no dependan emocionalmente de nadie, que no permitan el abuso como patrón establecido como normal, como parte del matrimonio, de una relación de pareja. Que la mujer debe aguantar insultos, golpes, engaños. No, en ningún momento. Educar a nuestros niños a que respeten, que agredir a una mujer es una bajeza. Viviendo en este país me he dado cuenta que no importa el lugar de origen, de qué continente sea, el machismo domina y nos enseñan a las mujeres, en casa, en la escuela, en la comunidad, en la televisión, que nuestro papel debe ser el de aguantar y quedarnos calladas porque sin el respaldo de un hombre no valemos nada. Es falso. Valemos por nosotras mismas, por lo que somos. No necesitamos el apellido de un hombre, ni su dinero, para realizarnos y sentirnos plenas.
No tengo nada contra los hombres, me siento más cómoda en grupos de hombres que de mujeres, mis amigos del alma son hombres en su mayoría, crecí rodeada de hombres. Me gusta conversar más con hombres que con mujeres. Mucho de mi forma de pensar es producto de mi estrecha relación con los hombres.
Cuando hay hijos de por medio la decisión de separase aunque involucre inestabilidad emocional para los niños en ese momento, debe ser tomada, porque más daño se les estaría causando si una mujer se queda en un hogar donde no hay serenidad, comprensión, amor, y que al contrario hay abuso constante, engaños, golpes. Los niños crecerían bajo ese patrón y lo verían como normal, normal que una mujer aguante golpes e insultos y normal que el hombre agreda y engañe.
Quedan preguntas en el aire, ¿qué hacemos como sociedad cuando una mujer dice, mi marido me agrede física y emocionalmente? ¿Qué hacemos cuando una mujer calla el abuso? ¿Lo solapamos? ¿Qué hacemos cuando una mujer decide salir de ahí y empezar sola? ¿La señalamos, la juzgamos, la apoyamos, la dejamos ser? ¿Qué sucede con el abusador, lo aplaudimos?
Hoy que me levantaron esos gritos de las enfiestadas agrediéndose a causa de un hombre, me puse a pensar en todas las mujeres que me han dicho: mi marido me engaña con otra y me agrede, ella es la culpable, el pobre qué puede hacer si se le someten. Entonces pienso que a la grán, nos queda tanto trabajo por hacer para arrancar de raíz esos patrones de crianza patriarcales tan obsoletos y dominantes. ¿Y usted, qué tal, cómo amaneció?
Ilka Oliva Corado.
Noviembre 29 de2014.
Estados Unidos.

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