MARIO ROBERTO MORALES |
Quienes vociferan que –a pesar de los 250 mil civiles muertos– aquí no hubo genocidio, arguyen que la condición para que este delito ocurra es que los inculpados hayan intentado aniquilar a un grupo étnico, racial o nacional y que –por el contrario– el glorioso ejército local mató gente de todas las etnias, razas y nacionalidades. Es decir, fue democrático en sus masacres. Por ello, aquí, no hubo genocidio. Vale la pena recordar, a propósito, el ejemplo que –en su Diccionario del diablo– Ambrose Bierce ofrece para ilustrar el significado de la palabra Tecnicismo, diciendo: “En un tribunal inglés, un hombre llamado Home, que acusaba a un vecino de asesinato, fue procesado por calumnias. Sus palabras exactas fueron: ‘Sir Thomas Holt tomó un hacha y golpeó a su cocinero en la cabeza, de modo que una parte de la cabeza cayó sobre un hombro y la otra parte sobre el otro hombro’. Home fue absuelto a indicación del tribunal, pues los doctos jueces declararon que sus palabras no constituían una acusación de asesinato, ya que no afirmaban la muerte del cocinero, por lo que esta era una simple inferencia”. Con esto, ya no importa que Bierce no pueda incluir Genocidio en su inmortal diccionario.
Por otra parte, la lógica que justifica la propiedad privada en nombre de cuya defensa se perpetró el bendito genocidio, está basada igualmente en tecnicismos jurídicos. No en balde nuestro lexicógrafo define Tierra como “Parte de la superficie del globo, considerada como propiedad. La teoría de que la tierra es un bien sujeto a propiedad privada constituye el fundamento de la sociedad moderna, y es digna de esa sociedad. Llevada a sus consecuencias lógicas, significa que algunos tienen el derecho de impedir que otros vivan, puesto que el derecho a poseer implica el derecho a ocupar con exclusividad y, por ello, siempre que se reconoce la propiedad de la tierra se dictan leyes contra los intrusos; de lo que se deduce que si toda la superficie del planeta es poseída por A, B y C, no habrá lugar para que nazcan D, E, F y G, o para que sobrevivan si han nacido como intrusos”. Que viva, pues, la libertad y que mueran los pobres. ¿Quién los manda ser pobres?
De lo que no se puede acusar a los genocidas –independientemente de si son militares u oligarcas– es de ser impíos, pues, para ellos, la religión viene antes que todo. No así la educación, ya que, si fueran educados, no tendrían necesidad de engañarse a sí mismos. Ya lo expresa Bierce cuando –hablando de la palabra Trinidad– nos dice que “en ciertas iglesias cristianas” quiere decir “tres divinidades completamente distintas, compatibles con una sola” (¡!). Y justifica este absurdo afirmando que “En religión, creemos solamente aquello que no comprendemos…” Benditos los pobres de espíritu.
Para terminar, cuando Bierce define el vocablo Turba, explica que quienes la integran son: “En una república, aquellos que ejercen una suprema autoridad suavizada por elecciones fraudulentas”. Según esto, la genocida élite oligárquica militarizada actúa como una turba. Gobierna como una turba. Mata como una turba. Es una turba.
Hay que decir, empero, en su favor que tampoco se la puede acusar de ociosa, pues profesa una impecable ética laboral. Esto, siempre que nos atengamos a la definición que nuestro lexicógrafo brinda de Trabajo como “Uno de los procesos por los que A procura bienes para B”. Y se embolsa un poquito.
http://www.elperiodico.com.gt/es/20141105/opinion/4378/La-letra-“T”.htm
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