miércoles, 22 de agosto de 2012

PATADAS Y OLIMPISMO


PATADAS Y OLIMPISMO
Por Gordillo
Si el fútbol estaba a la zaga del atletismo olímpico en Guatemala antes
de Londres 2012, a los pateadores de pelota ya les cerraron vuelta los
deportistas nacionales que volvieron de las Olimpiadas con la participación
mundial más honrosa en sesenta años. El fútbol solo ha rozado el “casi, casi”,
el “ya merito” o se ha revolcado en el fracaso de sus intentos por llegar al
Mundial, a más de un siglo de práctica del deporte más popular del planeta.
Pese a la algarabía popular, lo que mostraron los atletas olímpicos y las
pésimas condiciones denunciadas por la mayoría de protagonistas, aquí las
cosas no cambiarán: el atletismo como perfección del cuerpo, la mente y el
espíritu para enaltecer a un país, continuará aportando su máximo esfuerzo
con el mínimo de recursos; mientras el fútbol como negocio cirquero para
deshonra nacional, seguirá absorbiendo el máximo de quetzales y el mínimo de
entrega.
En ambos casos, la que se beneficia es esa casta de funcionarios y
empresarios que derrapan sobre las millonadas que otorga el Estado para el
deporte en Guatemala, incluido dinero que debería ser utilizado para cultura, en
un ministerio que regentean indígenas sumisos, aprovechados y cooptados por
gobiernos ladrones o, en el peor de los casos, matones expertos en limpieza
social.
De los héroes olímpicos guatemaltecos ya se aprovecharon los de
siempre, incluidos los medios masivos de comunicación. El monopolio de la
televisión abierta y los oligopolios radiales e impresos. ¿Por qué no hablan lo
que deben hablar del fútbol? Porque son copartícipes del “negocio” que aún
procuran las chamuscas de la liga nacional y los bochornosos espectáculos de
“la sele”.
En los años 50 y 60, Guatemala todavía jugaba de tú a tú contra México,
gracias a una Revolución y a pesar de la venta  contrarrevolucionaria de la
patria. Fue en la década de los 70 cuando el robo, la estafa y el engaño
cometidos por las clases dirigentes corruptas del deporte empezaron a reflejarse, para variar, en el campo de juego y en la actitud de algunos
futbolistas.
La detención de un seleccionado nacional en la década de los 70 por
robar pantalones en un almacén de Estados Unidos, quizás marca el inicio de
esa putrefacción que más de treinta años después se sigue manifestando con
seleccionados que se habrían prestado al arreglo de partidos en pleno siglo
XXI. Ojalá y no resulten culpables, pero si fuera el caso, ¿no tomaron ejemplo
de la noticia de soborno millonario a un alto dirigente guatemalteco para votar a
favor de que el mundial pasado fuese en Sudáfrica?
La  publicación fue tímida en los medios radiales e impresos, mientras
que en la mal llamada “televisión nacional” no se dijo nada. El fútbol es mayor
fuente de ingresos para la TV que para el resto de medios. Lo mismo hizo el
monopolio de televisión abierta con uno de los partidos más vergonzosos de “la
sele”. Bastó la llamada de un dirigente deportivo para elegir la mordaza sobre
la libre expresión, a cambio de seguir gozando a manos llenas de los beneficios
del “negocio”.
Pero ¿de dónde provino esa podredumbre que empapó un deporte tan
hermoso y popular como el fútbol? Para variar, del militarismo. El generalato y
sus secuaces civiles pervirtieron el deporte, entre tantas instituciones, para
lograr sus objetivos de romper el tejido social con bayonetas, asfixia y tortura, a
fin de acabar con “el comunismo”.
De ese rompe y rasga es de donde nacieron algunas frases populares y
hasta cierto punto sabias: cuando juegan los Cremas no hay desfalcos, cuando
juegan los Rojos no hay asaltos, cuando juega El Aurora no hay masacres. A lo
que en los últimos años se debió agregar: cuando juega la Universidad hay
linchados.
Los ejemplos de la huella de la bota militar en el deporte, especialmente
en el fútbol, abundan: el portero de un equipo capitalino amenazó en los 80 a
un aficionado pueblerino con echarle la G-2, lo cual me pareció una
exageración verbal. Sin embargo, después confirmé que la amenaza tenía
lógica cuando me di cuenta que había futbolistas haciendo el papel de comisionados militares, orejas o colaboradores. A uno de ellos lo vi robando
mercadería a un agricultor frente a una zona militar, tal como lo hicieron
soldados del Destacamento de Panabaj, en Santiago Atitlán, que masacraron
hombres, mujeres y niños.
Pero el asunto no queda ahí. Hace unos cinco años fui comentarista en
la presentación de un libro, en el cual un cronista deportivo relata su secuestro
y su liberación. Entonces, expresé mi deseo porque algún día un cronista
deportivo escribiera sobre hasta dónde el militarismo había destruido las
instituciones deportivas y el deporte, y hasta donde algunos deportistas habían
sido comparsas o instrumentos de las políticas criminales del Estado
contrainsurgente.
Mi propuesta nació de la siguiente hipótesis: por lo menos un futbolista
fue torturador. Pero lejos de la posibilidad de que lleguemos a comprobar que
esa hipótesis es falsa o verdadera, la herencia del militarismo en el ámbito
deportivo está ahí, como una huella negra, como el mismo dinosaurio al
despertar, si es que acaso hemos despertado de aquella  noche negra de
octubre del 96, con casi cien muertos en el Estadio Mateo Flores por
sobreventa de boletos, atentado administrativo que sigue en la impunidad.
¿Quién le pone el cascabel al gato?: los políticos en el gobierno, no,
porque necesitan dinero para la campaña de reelección; los políticos de
oposición, tampoco, porque amenazan con denunciar si no los hacen partícipes
de la fiesta; los empresarios, por el estilo, ya que ellos sobornan a pesar de su
honradez. ¿El infiltrado Ministerio Público, la justicia de la que es mejor no
hablar, el pueblo atemorizado y que no pasa del día a día?
El negocio del deporte, como muchos otros, es ahora asunto de
hombres armados y/o con guardaespaldas dispuestos al sicariato. Aquí nadie
dice nada y sigue yendo al estadio, mientras en algún club de fútbol se han
robado los salarios de los jugadores y en otro hay algún dirigente muerto a
tiros, y no precisamente por tiros de esquina.

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