Había escuchado por mis compañeras de travesía que los vehículos en donde trasportaban a los indocumentados tenían forma de perreras y lo pude comprobar, son tipo Pickup que llevan ensamblada en la palangana una jaula de barrotes y malla en donde por lo menos encierran a treinta personas.
Instantáneamente con el sonido de los automotores el sinfín de indocumentados comenzamos a dispersarnos corriendo sin dirección en un intento por no ser atrapados, primero fueron insultos los que recibimos de parte de la Patrulla Fronteriza luego se encargaron de arremeternos con balas, por altoparlantes nos gritaban y reían burlándose de nuestra condición de presas, nos acusaban de contrabandistas y de asesinos, de llegar a Estados Unidos a robarle el trabajo a quienes sí tenían residían legalmente.
Nos decían que nos regresáramos por donde habíamos llegado porque no éramos bienvenidos en su país, nos gritaban que nos podían matar si querían y que nadie los enjuiciaría porque lo que estaban haciendo era salvando al país de basuras latinoamericanas. “¡Largo!, ¡fuera de territorio estadounidense!, ¡los vamos a matar ratas!, ¡pasarán en la cárcel el resto de sus días por entrar sin documentos!, ¡ladrones, asesinos!, ¡putas! Y ustedes, espaldas mojadas? ¿Vienen a limosnear comida? ¿Qué es lo que quieren? ¡Fuera, fuera, fuera!”
La gente corría desesperadamente y la perseguía un tropel de policías en motocicletas y pickups, el tiempo se había detenido en nuestras piernas cansadas que por más que corríamos no avanzábamos, la angustia, la oscuridad y el deseo de escapar hacían del pánico nuestro peor enemigo. Sin noción alguna de dónde estábamos parados corríamos en todas direcciones. Nos topábamos los unos con los otros, aun no estábamos tan lejos de la línea divisoria como para que cada grupo avanzara por separado.
Las balas penetraban espaldas, rostros, muslos y las personas se desvanecían entre ramas de cactus y piedras que silenciosas guardan historias del desierto que es lozano en paisaje de postal.
Mientras unos disparaban otros se bajaban el zíper del pantalón y mostraban sus genitales en una burla y total provocación, sabían que tenían el control de la situación porque contaban con los radares, helicópteros, avionetas, armas y vehículos donde transportarse; nosotros solo teníamos el cansancio y el ímpetu de salir del desierto con vida.
Con bates de béisbol golpeaban a quienes se les atravesaban en el camino, los amarraban de manos y pies y los acostaban boca abajo esperando que llegara la perrera para encerrarlos. A los heridos de bala los dejaban donde caían, sabían que agonizarían lentamente hasta que sus cuerpos sin vida fueran encontrados por grupos humanitarios que se internan en el desierto de cuando en cuando en busca de sobrevivientes de travesía, o bien serían devorados por aves de rapiña y los huesos se adicionarían a la superficie del páramo desolado que vela en silencio a los difuntos sin nombre.
Corrimos sin voltear atrás y nos lanzamos sin pensar sobre cactus y pequeños breñales, las púas tomaban formas de dardos que se metían en nuestra piel a la velocidad con la que el pesar hacía palpitar nuestros corazones aturdidos. No podíamos estar más de uno en cada cactus porque no eran rollizos y quedábamos en absoluta visibilidad, dejé a la muchacha que tenía el tobillo lesionado escondida entre un zarzal y busqué un tunal para mí, no podía correr porque las balas pasaban en todas direcciones entonces lo hice de la forma en que atravesábamos en mi infancia el alambrado de la María del Tomatal: tirada sobre el suelo, boca abajo y arrastrándome con la punta de los pies y los codos sin levantar la cabeza ni para ubicar el tunal.
Esperamos a que la policía se alejara de la zona de combate para movilizarnos y salir del sector donde nos tenían rodeados, mientras observamos la forma en que golpeaban a hombres, mujeres y niños por igual, a dos adolescentes las abusaron sexualmente; de pie las hicieron abrazarse a un cactus, les rompieron la ropa a tirones, les abrieron las piernas con golpes de punta de bota y las abusaron por atrás. Los gritos eran desesperantes y martillaban los tímpanos, cuando terminaron les dieron un balazo en la sien, se subieron en sus motos y se fueron. Dos vidas más perdidas en el desierto de Arizona. El sonido de esas dos balas durante años me despertó a la una de la madrugada en punto, retumbaba en mis pesadillas de travesía, a esa hora las mataron. No pudimos hacer nada estábamos rodeados de policías y un movimiento por más suave que fuera hacía crujir las ramas secas de los zarzales.
En un intento por postergar la muerte el silencio nos maniató.
En un intento por postergar la muerte el silencio nos maniató.
La bandada de policías se fue alejando del lugar donde estaba mi grupo, aprovechamos para movilizarnos y arrastrándonos entre tunas, piedras y zarzal logramos retirarnos del lugar. El sonido de los bates golpeando cuerpos de indocumentados y los gritos de aflicción suplicando piedad perforaron el sigilo de aquel descampado que a quienes lo sobrevivimos nos dejó huellas imborrables, en mí se instaló lo insociable y me encerré bajo cuatro llaves sin que nadie se atreviera siquiera a tocar la puerta de mi desván.
Cuando logramos alejarnos unos quinientos metros del lugar pensamos que la pesadilla había acabado pero recién acababa de empezar.
Ilka Oliva Corado.
Abril 28 de 2014.
Estados Unidos.
Abril 28 de 2014.
Estados Unidos.
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