Opinión: elperiodico.com.gt
Nacionalismo e imbecilidad
Sobre la condición mental de los más conspicuos patriotas.
Nuestras naciones fueron fundadas en un momento de la historia en que los criollos aprovecharon una coyuntura favorable para apropiarse de un territorio e inventar un discurso patriótico que le endosaron a los marginados grupos étnicos sobre cuyas espaldas recayó la producción económica agrícola, y los indujeron a creer que aquella fundación había sido obra de todos. El discurso patriótico es el que produce, en la mente de quienes nacen dentro de las fronteras patrias, el nacionalismo: un orgullo telúrico que lleva al crédulo al sacrificio, sin que medie más que una nebulosa lírica que le llena la cabeza y el corazón de “patrio ardimiento”.
Los discursos nacionalistas también se desplazan hacia patriotismos sustentados en el consumo de diversas mercancías concretas y simbólicas, como la “música nacional”, los “artistas nacionales” y el “deporte nacional”, para solo mencionar tres rubros de producción ideológica cuya publicidad apela al amor a la patria: ese territorio al que el discurso nacionalista (creado por sus fundadores) le asigna atributos trascendentes de un localismo tan estrecho como grandilocuente. Por ejemplo: “Es mi bella Guatemala un gran país, que en la América del Centro puso Dios”. ¿Gran país? ¿Dios?
Nada hay de extraño en amar el propio terruño, pues eso equivale a abrazar la propia experiencia de vida. Pero el nacionalismo se torna un síntoma esquizoide cuando el discurso patriótico no se corresponde con la realidad de la nación. Pues, en este caso, el patriota siente al mismo tiempo amor y odio por lo que considera “suyo”. Por ejemplo: la elite de un país que carece de talento para el fútbol (y que le sobra para otros deportes) insiste en hacer soñar a su ciudadanía con que su selección nacional ganará alguna vez, y esta siempre la defrauda. Lo mismo pasa en política: el grupo fundador de la nación promete cada cuatro años a su ciudadanía una mejora en las condiciones de vida de todos, y nunca cumple. Es así que tanto la nación como la patria se convierten en una adicción, en el sentido de que el adicto ama y busca aquello que lo mata, pues le tritura la esperanza.
Dice Schopenhauer que “Todo imbécil execrable que no tiene en el mundo nada de qué enorgullecerse, se refugia en el último recurso de vanagloriarse de la nación a que pertenece por casualidad”. En nuestro caso, esa imbecilidad viene de un sistema educativo que intencionalmente dejó de producir inteligencia desde 1954, haciendo del patriotismo un sentimiento huero y solemnemente hipócrita. Cada nación tiene sus propios imbéciles. Su denominador común es el nacionalismo sin más, el patriotismo irracional. Por eso los chauvinismos les dan risa a quienes no se percatan de lo que divierte a los chauvinistas vecinos. De aquí que también diga nuestro iracundo filósofo que “Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón”.
Cuando usted lea las reacciones de los patriotas nacionalistas ante las críticas que cualquier mente analítica haga de este país, y constate que todas se reducen a afirmar que “no hay que hablar mal de la patria porque todos debemos amarla y que al que no le guste se vaya a vivir a Cuba o a Venezuela”, tenga en cuenta que se halla ante al discurso de un deficiente que quiere conciliar lo posible con lo imposible y que, ante su frustración, vocifera su insuficiencia de ideas como solo puede hacerlo un execrable imbécil.
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