Desde Puebla, México
La lucha contra la impunidad en Guatemala y las reacciones que ésta ha despertado, han generado también una disputa en el terreno de los conceptos. Dos de ellos han sido escenario de una agria controversia: genocidio y terrorismo. Con respecto a este último he postulado que la acepción de terrorismo que me parece correcta es la que lo califica como todo acto violento o amenaza de éste que no hace discriminación entre objetivos militares y población civil y cuyo objetivo es infundir un miedo extremo sobre aquellos sectores sobre los cuales se ejerce. El 6 y el 9 de agosto se cumplieron 68 años de haberse perpetrado los probablemente actos terroristas más grandes en la historia de la humanidad. Me refiero a las bombas atómicas lanzadas contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki que costaron en el primer caso 260 mil muertos (50-75 mil al momento del estallido) y en el segundo 100 mil muertos (39 mil en el momento del estallido)(Ernesto Limia Díaz, “Hiroshima y Nagasaki: de la diplomacia atómica al genocidio”).
¿Fue este bombardeo atómico un acto terrorista? De acuerdo a lo que dijo en las horas siguientes al bombardeo de Hiroshima el presidente estadounidense de aquel momento, Harry S.Truman, la respuesta sería afirmativa: “Si los japoneses no se rinden, la humanidad observará los más grandes actos de terror nunca antes vistos”. Independientemente de la confesión de Truman, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no distinguieron un objetivo militar (la rendición de Japón y sus fuerzas militares) de la población civil: hombres, mujeres, niños, jóvenes y viejos que aquellos días 6 y 9 de agosto realizaban pacíficamente su vida cotidiana cuando de repente un mar de fuego se les vino encima. El pretexto del ataque sobre Hiroshima y Nagasaki era evitar que medio millón de estadounidenses murieran si Japón no se hubiera rendido. Lo cierto es que para el momento del bombardeo atómico, la Unión Soviética había accedido declararle la guerra a Japón y eso hubiera generado su rápida derrota. El objetivo de las bombas atómicas no fue derrotar a Japón sino advertirle a la URSS qué le esperaba en el marco de la guerra fría. Según la verdad histórica, aquella matanza en gran escala debería ser considerada un genocidio. La verdad jurídica al restringir los genocidios a matanzas de grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos hace que los perpetradores de esta infamia queden impunes.
Mucho se ha recordado los inmisericordes bombardeos nazis sobre Londres. Pero lo sucedido en Hiroshima y Nagsaki solamente le dio continuidad a los que las fuerzas aliadas hicieron con su bombardeo de Hamburgo en julio de 1943 que mató a 35 mil personas y dejó 125 mil heridos y el bombardeo sobre Dresde en febrero de 1945, en el que 4 mil toneladas de bombas mataron entre 22 y 35 mil personas. Al convertir a ciudades en objetivos militares de los bombardeos, en lugar de limitarlos a instalaciones y fuerzas militares, los aliados convirtieron la guerra en un gigantesco crimen de guerra, en terrorismo de gran escala. Además de derrotar a los nazis, el objetivo de los bombardeos fue desmoralizar al pueblo alemán por lo que los mismos fueron premeditadamente dirigidos a la población civil.
El uso ignorante o ideologizado del concepto “terrorismo” nos lleva a olvidar estos grandes actos de terrorismo, en este caso de terrorismo de estado. Este uso elude confrontar que si a terrorismos vamos, los más infames actos terroristas han sido cometidos por los Estados mismos. En América Latina, Guatemala y Argentina tienen el primero y segundo lugar en el infame podio del terrorismo de estado. En el mundo, Estados Unidos de América y Alemania son los campeones.
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