El racismo es una enfermedad crónica en esta tierra de árboles y barrancas.
Marcela Gereda
Llevaba tacones y bolso al hombro. En su traje de Patzún caminaba hacia una reunión en las oficinas de un edificio en la zona 14. La suburban repleta de guardaespaldas se detuvo a su lado. Una mujer bajó el vidrio y sin precedentes y despectivamente, le preguntó: “¿buscás trabajo vos María?”. Para la primera mujer, su traje representa su razón de ser, para la segunda representa posibilidad de conseguir muchacha.
Al disparar los soldados en la cumbre de Alaska, no dispararon a una Guatemala abstracta y a ciegas, dispararon para proteger una visión de país. Esos incidentes ocurridos en 2012, dejaron en claro una relación histórica que resulta de una bizarra mezcla de poder, dominación y negación que el Estado guatemalteco ha ejercido sobre la población indígena.
Es una relación que puso de manifiesto la concepción racista que el Estado tiene sobre quién es el indígena y qué lugar ocupa en la sociedad, poniendo indígenas a disparar contra otros indígenas. “Indios bochincheros y terroristas” se escuchó decir a las elites, y, en un coro al unísono y sin cuestionarlo, lo repitieron las autoridades y la opinión pública. Mientras las víctimas ixiles de la violencia más atroz daban sus testimonios en el juicio por genocidio, Ríos Montt leía papeles, sin prestar atención a las víctimas. Año a año, y sin hacernos las necesarias preguntas, celebramos la independencia de una “nación” construida históricamente desde hace dos siglos por una elite social que no ha dejado de reproducir los prejuicios que provocan la negación de la población indígena. En 1949, monseñor Mariano Rosell expresó: “Guatemala que sobre 3 millones de habitantes tiene casi dos y medio de indígenas... esa raza hoy aparentemente sumisa está instigada por las fuerzas del mal, que buscan el odio de la raza… esa raza está a merced de esa doctrina roja”. Sesenta y cinco años después, comentarios como estos siguen estando presentes en el imaginario de la mayoría de guatemaltecos, guían la lógica de la política tras bambalinas, como lo vimos con la absurda remoción de la fiscal general Paz y Paz, quien acercó las instituciones de justicia a una población que nunca había confiado en el Estado. Hace unos años en una carta al lector, de este matutino, un señor decía, con toda su seguridad abrumadora y abrumada, que los indios trabajan solo cinco días en un año, pero se oponen a la construcción de hidroeléctricas y a las minas donde tendrían que trabajar todos los días del año”. Hay una incapacidad de empatía y de ponernos en el lugar de ese “Otro” al que creemos conocer.
A los que repiten que “el indio es huevón”, les pediría que hicieran una sola jornada bajo el sol maniobrando el machete. ¿Por qué es que en este país cada vez que uno comete un acto de necedad no falta alguien alrededor que diga: “Se te salió el indio”?, ¿Por qué es que el CACIF se opuso a un marco jurídico pluricultural?, ¿En qué idioma están escritas las leyes de este país?, ¿A quiénes se les ve descalzos en las calles echando fuego por la boca o haciendo malabares?, ¿Cuál es la población peor remunerada y que realiza los trabajos más arduos en la tierra?, ¿Por qué es que los Acuerdos de Paz firmados en 1996 se quedaron solo en el papel? El racismo es una enfermedad crónica en esta tierra de árboles y barrancas. El desprecio por ese Otro (que también somos nosotros) está tan naturalizado que no existe una consciencia del racismo que a todos nos atraviesa, y que heredamos y transmitimos a nuestros hijos. No vemos debates públicos que cuestionen por qué somos racistas ni en los que se problematice el racismo, como un constructo sociocultural que tiene su origen histórico en la invasión colonial, y en la configuración psicológica del espíritu del colonizado. No parece haber un cuestionamiento profundo que provenga de las universidades sobre esa enfermedad llamada racismo, en las estructuras psicológicas individuales y colectivas de lo que somos.
Este Día de la Madre recordamos que los hijos son un espejo de lo que hay en casa. Y que lo que enseñemos a los hijos ellos lo devolverán a la sociedad. Si, ¿y qué tal si dejamos de ser racistas y enseñamos a nuestros hijos a cuestionar nuestros prejuicios y a salir de esas categorías históricamente construidas, para dejarnos de relacionar como representaciones antagónicas sin capacidad de escucha ni diálogo?
http://www.elperiodico.com.gt/es/20140512/opinion/247156/
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