Que acabe este año de una vez, ya no lo soporto, me duele. Uno tras otro, casi sin respiro, he ido perdiendo amigos cuya memoria me marca: el 30 de abril, en Panamá, murió
Raúl Leis; en Havelock se extinguió
Ted Córdova el 10 de mayo; el 13 de julio, en Quito se fue
Nicole Adoum; el 22 de agosto, en Cochabamba,
Raúl Lara; y en Puebla, el 10 de septiembre,
Renato Prada Oropeza. Ahora me entero con una semana de retraso de la partida de Efraín Recinos, el domingo 2 de octubre, en Ciudad de Guatemala.
Tengo tanto que decir sobre Efraín, que me cuesta decirlo, la emoción traba el tintero y la memoria hierve a borbotones. Las burbujas mezclan imágenes de los múltiples momentos que compartimos, ya sea en su estudio en el Teatro Nacional, en los paseos que hicimos para que lo filmara frente a sus esculturas y relieves regados por la ciudad, en el Conservatorio Nacional de Música, en la Biblioteca Nacional, o en casa con Mario Monteforte Toledo, su gran amigo. Aquí van, fragmentos.
Conservo varias horas de entrevistas que le hice en video a lo largo de cinco o seis años, con la intención de armar un documental sobre su vida y su obra. Ese proyecto se fue postergando por esa idea absurda de que la vida se estira a medida de que la vamos viviendo, con la peregrina esperanza de que durará mientras nos mantengamos activos. Es lo que creían Efraín Recinos y Mario Monteforte, cuando hasta el último día ponían a prueba su energía y su creatividad. Es lo que creemos todos.
Efraín tenía su taller -su nido más bien- en el Teatro Nacional, en el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, que él mismo diseño como arquitecto e ingeniero, y cuya construcción vigiló día a día, pasando por infinidad de peripecias que me contó en detalle. Allí guardaba todo lo que era importante en su vida, desde los dibujos que hizo cuando niño, celosamente conservados por su padre, hasta los discos de música clásica que atesoraba.
Cada vez que llegaba a visitarlo lo encontraba escuchando música, mientras trabajaba ya sea en el fondo del taller, donde tenía su caballete, el banquito manchado de pintura que le servía de paleta y las maquetas de sus obras; o en la parte de adelante, junto a la ventana, donde una amplia mesa soportaba sus apuntes, sus bocetos, y papeles de toda suerte cuyo orden solamente él conocía. Alguna vez le sugerí que permitiera que alguien lo ayudara a ordenar todos esos documentos, pero creo que la idea no le gustó.
Conocía mucho de música, al igual que Mario Monteforte, y sus gustos eran variados. Le gustaba, por ejemplo, George Antheil, el autor de “Le ballet mecanique” (que ahora vuelvo a escuchar para recordarlo) y de numerosas composiciones para cine. En uno de mis viajes me pidió que le trajera la autobiografía del compositor: “The bad boy of music”, que disfruté leyendo en el avión.
De una curiosidad desbordante, cada vez que pintaba a un personaje se tomaba el tiempo de investigar su historia, para entenderlo mejor. En una oportunidad me dijo que quería pintar a mujeres notables de la independencia de América Latina, y me pidió que en mi próximo viaje a Bolivia le trajera una biografía sobre la guerrillera Juana Azurduy de Padilla, y datos sobre la heroína colombiana Policarpa Salvarrieta, fusilada por los españoles en 1817. Cumplí con esos encargos alentado por el placer de verlo sonreír cuando recibiera la encomienda.
La galería de personajes que pintó para el Conservatorio Nacional de Música es digna de un capítulo especial. El día que lo filmé allí, rodeado de todos esos personajes, me explicó cuales habían sido los motivos para incluir a cada uno de ellos, incluso a algunos (o “alguna”, diremos), que ocupaba un lugar especial en su corazón.
A medida que pasaban y pesaban los años, permanecía más tiempo escribiendo o dibujando sobre la mesa junto a la ventana, y menos tiempo en el fondo del taller de pintura. Más de una vez lo encontraba dormitando, sentado, con el lápiz en la mano, y entonces cerraba la puerta con cuidado y me iba. Encorvado sobre un cuaderno, escribía con mano temblorosa, dibujando cada palabra, relatos o guiones para las películas que soñaba hacer, y que hizo, por ejemplo Los Visitantes, un film de animación donde incluyó a los personajes que más admiraba, desde Leonardo da Vinci –su referente más importante- y la Mona Lisa, hasta Marilyn Monroe y Grace Kelly, pasando por sus arquitectos predilectos, Mies van der Rohe y Le Corbusier.
Una mañana que lo visité en el Teatro Nacional me leyó partes del guión mientras me mostraba los dibujos de caracterización de cada personaje, y el vehículo que él había imaginado los transportaría por las calles de Ciudad de Guatemala. De eso se trataba la película, de mirar su país, que tanto le dolía, a través de los ojos de esos ilustres visitantes.
Sus gruesos anteojos quizás ya no le servían de mucho para ver de cerca, aunque todavía se aventuraba a manejar en las calles de Ciudad de Guatemala, en el auto rojo que le regaló Pepo Toledo, el sobrino de Mario Monteforte.
Entre 1971 y 1978, durante los años que duró la construcción del Teatro Nacional, Efraín tenía un escarabajo Volkswagen de esos que ya no se fabrican, que al final quedó estacionado frente al teatro mientras el tiempo daba cuenta con él y el metal adquiría color de esqueleto. Cuando en 2008 se concretaba el proyecto del parque escultórico que lleva su nombre, en Santo Domingo el Cerro, cerca de la salida de Antigua, Efraín tuvo la ingeniosa idea de convertir a su viejo automóvil en una escultura. Le sentó encima una risueña y colorida guatemalita, el personaje que aparece en muchas de sus obras, y lo plantó en el parque como un caballo chúcaro que levanta las patas delanteras. Disfruté muchas veces del fino humor de Efraín, que solía por ejemplo contar La Caperucita Roja al revés, es decir, invirtiendo las sílabas de cada palabra, de modo que la historia era la de “Tacirupeca” y así sucesivamente. Se sabía el cuento entero al revés, y lo decía imitando las voces de la “tacirupeca” y del “bolo”, lo cual además de ingenio era una prueba adicional del privilegio de la memoria que lo caracterizaba. Era vegetariano y tempranero, por lo que declinaba cortésmente las invitaciones a cenar, pero varias veces tuvimos la suerte de que nos visitara en la casa. Tener a Efraín Recinos y a Mario Monteforte juntos, era un regalo, por el ingenio de ambos y por la riqueza del diálogo que sostenían.
En una de sus visitas, en junio del 2003 dejó su huella en un cuaderno: hizo un dibujo en el que aparezco con una cámara de cine. En otra oportunidad, en enero del 2004, estuvo en casa con otros artistas e intelectuales guatemaltecos cuando recibimos a Carlos D. Mesa, quien acababa de asumir la presidencia de Bolivia, y llegaba a Guatemala para asistir a la toma de posesión de Oscar Berger.
Como todos los que lo conocieron, recordaré a Efraín con sus zapatos manchados de pintura, sus manos finas temblorosas y los chalecos que lucía. Alguna vez le pregunté cuantos chalecos tenía, y no supo decirme, eran tantos que no llevaba la cuenta. Recordaré sus "guatemalitas" de rostro amable y aquellas mujeres piernudas y sensuales que le gustaba pintar. Recordaré a Efraín en la colina sobre la que se asienta el Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, su obra magna, los paseos que hacíamos entre los árboles de jacaranda, florecidos de intenso violeta, y el edificio en construcción de lo que iba a ser otro de sus sueños, el Museo de la Marimba.
Posted by Alfonso Gumucio hora 01:09