2016-1-31
El 27 y 28 de junio de 1982, el Ejército de Guatemala –al mando del general Efraín Ríos Montt– intentó destruir el caserío Quiquil, en Santra Cruz Barillas, Huehuetenango. La semana pasada, después de 33 años de espera, los familiares enterraron a 49 masacrados.
fotografías de Félix acajabon > elPeriódico
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Pavel Gerardo Vega
pvega@elperiodico.com.gt
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“Yo maté a la gente en el Ixcán, hay que calentarlos porque la muerte ya llegará”, fue lo que se escuchó del teniente Morales el domingo 27 de junio de 1982, narran los testimonios de los sobrevivientes de la masacre.
Quiquil es un caserío en el ombligo de las montañas de Santa Cruz Barillas, en Huehuetenango. En él viven aproximadamente 90 personas que deben transitar un camino de tierra, curvas y ascensos pronunciados durante una hora en automóvil para llegar a la cabecera del municipio.
- La noche
Sentada en un silla pequeña de madera y rodeada de unas 30 personas de la comunidad, Eulalia Baltazar Pedro, de mirada perdida hacia el cielo, relata que tenía ocho años aquella vez, era una mañana común para su familia. Pero, todo cambió con la lluvia, un aviso de que algo no andaba bien. Los soldados llegaron aproximadamente a las tres de la tarde, entraron a su vivienda, no preguntaron nada; se llevaron a todos y los reunieron con las otras familias en una casa en donde pasaron la noche hostigados por lámparas que alumbraban sus rostros hasta el amanecer.
Con la incertidumbre de su destino llego el lunes, Quiquil amaneció abrazado de nubes. Un día gris que auguraba aun más tempestad. Ese día ocurrió la masacre. A las once de la mañana separaron a las mujeres y a los niños, les dijeron que fueran a sus casas. Mataron a los hombres y luego fueron por los demás. A Eulalia le fueron despojados sus cinco hermanos, Baltazar (12), Gregorio (nueve), Petrona (ocho), Anita (cuatro) y María (tres); y a sus padres Isabel (31) y Esteban (40).
– ¿Cómo mataron a todos?
– ¡Bala! Rifles grandes que disparaban, y si no le daban con las balas, tomaban los machetes y los cuchillos. A mi mamá le cortaron los brazos, ella estaba embarazada, recuerda Eulalia.
Su vida después de la masacre no fue vida. Al retroceder tres décadas, llora por lo que tuvo que afrontar. Luego de relatar los acontecimientos, se cubre el rostro con las manos, respira, limpia las lágrimas y continúa. Huyó de Quiquil ese día, pasó por otras tres aldeas cercanas en donde le ofrecieron posada y tortillas. La niña de ocho años corrió por las montañas frías de Huehuetenango asustada, sin familia, sin comida y sin refugio. Estuvo 24 años fuera de su caserío, se casó y tiene diez hijos.
La aldea El Quetzal fue uno de los lugares que le dio refugio a Eulalia, está a pocos minutos de Quiquil. Desde ahí, en 1982, Domingo Nicolás escuchó la explosión de las bombas, vio el humo de las casas a las que el Ejército prendió fuego y sintió el olor de las milpas quemadas, a raíz de eso.
Él sabía que debía averiguar qué habia pasado en Quiquil. Llegó una semana después de la masacre por miedo a que le ocurriera algo, cuando entró al caserío solo encontró restos calcinados, incluso los de sus cuñados.
Comenzaba la noche eterna en Quiquil, de su historia solo quedaron las cenizas ese día, el olor a muerte se mezcló con las nubes negras.
Unos ocho meses después algunos de los que huyeron regresaron para explorar sobre lo que había quedado. Esparcidos por distintas áreas, los cuerpos de sus familiares y vecinos, destruidos, irrespetados, calcinados. Sus casas, sus animales y sus plantas también fueron arrasados por los militares. Lo único que quedaba era volver a empezar, y así lo hicieron.
Cuando cada cuatro años un nuevo gobierno plantea nuevas rutas de desarrollo humano se olvida de Quiquil. Los habitantes tienen que utilizar un motor para generar electricidad y alumbrar con algunas bombillas el área comunal de la cocina y el comedor. En la cima de la montaña no existen las alcantarillas, ni los baños formales; para defecar y orinar utilizan letrinas hechas con madera. La mayoría de viviendas son del mismo material.
En Quiquil existe solo una escuela con dos aulas, creada por una organización independiente, en donde un profesor instruye a 17 alumnos en los distintos grados. Él debe caminar unos 45 minutos desde su aldea para impartir los cursos.
“Uno de los componentes del proceso de justicia de transición es profundizar en las causas que produjeron esas violaciones a los Derechos Humanos, y una de las razones del conflicto armado interno fueron las graves deficiencias de desarrollo y la decisión de varios grupos de enfrentar esa situación a través de la lucha armada”, enfatiza Lucy Turner, coordinadora del Programa de Acompañamiento para la Justicia de Transición (Pajust) del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Guatemala
Pero, no solo el estado físico de las cosas está abandonado en Quiquil, el alma y la mente han estado poco acompañados desde 1982. La organización Tierra Nueva –que trabaja el tema sicosocial en las víctimas de masacres y desapariciones– comienza ahora las sesiones grupales con los habitantes del caserío. Deberán hacer un diagnóstico para saber qué es prioritario tratar.
En su experiencia en otras comunidades, Keisi Hernández, coordinadora del proyecto psicosocial de Tierra Nueva, comenta que los sobrevivientes presentan ansiedad, culpa y un duelo alterado.
Marco Antonio Garavito, de la Liga Guatemalteca de Higiene Mental, resalta la fortaleza de la cultura maya. “Es un dolor y un afrontamiento histórico, es una de las visiones que hay que rescatar, el carácter fuerte y heroico porque han reconstruido sus vidas, sus comunidades, y no han ido más allá porque no ha habido un Estado que acompañe y refuerce”, opina el experto.
- El alba
Junto a Eulalia hay más familiares de quienes fueron asesinados el 28 de junio de 1982. El pasado 20 de enero esperaban atentos y ansiosos los restos de quienes no pudieron despedirse, pero que a la noche podrán tenerlos en ataúdes formales para inhumarlos al próximo día.
Los restos del hermano de Francisco Mateo, Mateo de Mateo Diego, fueron exhumados en agosto de 2009 junto con las más de 64 víctimas de la masacre. Francisco recuerda aquel domingo 27 de junio en Santa Eulalia, la aldea en donde han vivido él y su padre. Mateo los visitó desde el sábado, comieron, platicaron y la pasaron bien, estaban tranquilos, reían. Cuando Mateo se despidió, lo último que le dijeron fue que se cuidara en el camino. Poco podían saber que ese sería el último consejo.
“Mi mamá murió de tristeza, Se queda uno triste en el corazón porque mi hermano era bueno con mi mamá. Pasaba llorando todo el día, toda la noche, todo el día, toda la noche… nosotros también lloramos”, lamenta Francisco.
Mateo de Mateo Diego vivía en Quiquil junto con su esposa, ella pudo escapar y contar lo que sucedió, estuvo en las montañas durante una semana. Según Francisco, ella ha contado que hubo helicópteros persiguiendo a los que huían.
El hermano de Francisco es uno de los 49 individuos que serán inhumados al día siguiente de este relato.
Fue la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) quien hizo la investigación para determinar cómo se exhumarían los restos que permanecían en cuatro fosas y una cueva alrededor del caserío. Desde agosto de 2009, cuando trasladaron los restos al laboratorio, determinaron que eran al menos 49 víctimas de esa masacre, aunque esto no significa que no existan más, sino que por el paso del tiempo, y porque los cuerpos fueron quemados, ya no se pudo clasificar con certeza cada resto.
De esos 49, solamente seis fueron identificados plenamente por ADN, aunque todos los familiares recibirán restos de las víctimas, un cuestionamiento que se le realiza al subdirector de la FAFG, José Suasnávar.
El antropólogo confirma que las osamentas coinciden con los relatos de los sobrevivientes. Pues, la Fosa 1, la más grande, es donde se descubrieron al menos 27 hombres, y en las otras fosas y en la cueva se encontraron niños y mujeres. Había evidencia de arma de fuego y fracturas por quemadura.
La inhumación informal fue en el mismo lugar en donde los dejó el Ejército. “Si hablamos de la Fosa II, ellos saben quién murió ahí, y si ellos dicen que murieron dos mujeres y justo hay restos de dos mujeres, entonces así hacemos la identificación sin ADN”, comenta.
En tanto, Sara Vásquez –del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM)– quien acompañó a las víctimas en los procesos legales para la exhumación y la posterior inhumación, apunta que cuando llegaron a la comunidad, lo primero que gestionaron fue el documento de identificación personal porque cuando el Ejército cometió la masacre quemaron todos sus papeles.
Los habitantes de Quiquil dejaron de existir para los registros estatales, no han ejercido el voto en la época democrática y no han informado de los cambios en sus comunidades.
Una de las prioridades de la justicia de transición es el derecho a conocer la verdad, a saber qué fue lo que sucedió con los muertos, los desaparecidos, los secuestrados y los torturados.
En este caso, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ayudó a que las víctimas sobrevivientes tuvieran un lugar en donde depositar los restos de sus familiares. La organización construyó los nichos a solicitud del Programa Nacional de Resarcimiento (PNR) que en los últimos años ha carecido de presupuesto suficiente para cumplir con, al menos, medidas de reparación como estas. Incluso en el presupuesto de este año les fueron asignados Q25 millones, de los Q300 millones que solicitan.
“Existen dos caminos en los casos de las masacres, uno de búsqueda y otro de justicia, hay casos en los que se resuelven los juicios, pero no se han encontrado los cuerpos. Guatemala es uno de los países con más desaparecidos en Latinoamérica pero de los que menos invierte, creo que ha habido un problema de comprender la necesidad humanitaria, se hace una relación con los procesos legales/judiciales y no se logra entender esa necesidad”, subraya Carlos Amézquita, coordinador del área de Desaparecidos del CICR.
- El dÍa
Finalmente, a las nueve de la noche del 20 de enero, el altar está listo frente a la escuela de Quiquil, las mujeres de la comunidad pasaron la tarde preparando los tamales, los frijoles y el café para el velatorio de las víctimas. Desde la cima de la montaña solo se escucha, no se ve; la neblina entorpece cualquier observación nocturna. A lo lejos se oye música, son los familiares que vienen de otras comunidades a celebrar la transición a la muerte de las víctimas. Ahí vienen los ataúdes, los restos que no sabrían si vendrían después de más de seis años. Las mujeres se alborotan en la entrada del caserío con candelas en sus manos, esperando una pequeña procesión hacia el altar de flores y velas.
Durante la velación, los dirigentes de la comunidad hicieron énfasis en la inclusión de varias organizaciones que los ayudaron en distintos aspectos para lograr identificar a sus familiares y la distancia que el Estado ha tomado en esta historia.
El dolor se sintió más fuerte cuando entrada la noche se leyó el memorial que quedará plasmado en el mausoleo especial de la masacre. Fue una reconstrucción de los sucesos consensuado por quienes sobrevivieron a la matanza. Luego, uno a uno fueron levantando su mano cuando preguntaban por la familia de cada fallecido, Eulalia asomó su voz en ocho ocasiones, se incluyó en el listado a su hermano nonato.
Al día siguiente, la comunidad se prepara para la inhumación que será en los nichos construidos al lado de la fosa principal, donde se encontró al menos a 27 hombres, unos ochocientos metros abajo de la cima de la montaña.
Los hombres se apresuran a cargar los ataúdes, luego las mujeres, los niños llevan las flores, los ancianos y ancianas ayudan con otros ornamentos. El sonido de una guitarra acompaña el trayecto, llegan al final y comienza la ceremonia maya. El sol cae portentoso sobre los sobrevivientes, es el amanecer de una noche muy larga, se acaba la oscuridad de treinta y tres años. La transición formal hacia la otra etapa de la vida comienza.
“¡Aunque en este país no hay justicia, te ruego justicia, Señor. Nos mataron como animales, el Ejército vino e injustamente nos mataron. Yo como hijo de ellos, reclamo justicia!”, reclama a gritos uno de los familiares mientras las tumbas yacen en el piso frente a los nichos, rodeando la fogata de la ceremonia maya.
Mateo de Mateo Pedro, presidente del Comité de Víctimas, resalta que los soldados no son los más responsables de la masacre. “Ellos no tenían la ley, de plano que el teniente, el coronel o los de alto nivel son los que tenían las órdenes para que el Ejército matara a nuestros seres queridos”, concluye.
Francisco Mateo, el hermano de Mateo de Mateo Diego, coincide: “Los que tienen culpa son los gobiernos, sus militares. Tienen leyes que son órdenes de los gobiernos, no solo aquí pasó eso, pasó en otros municipios, otras aldeas”, dijo.
La solicitud de justicia es importante, señala Edgar Pérez del Bufete de Derechos Humanos, es una reivindicación de las víctimas y un recordatorio para la humanidad. “En 1982 el Estado tenía compromisos internacionales que debía cumplir, la justicia es parte de la reparación, no solo hay que conocer la verdad sino a través de los procesos legales que deduzcan responsabilidades”, comenta el abogado.
Antes de partir a la inhumación, Eulalia brinda un discurso a la comunidad, sus palabras son un mensaje a los que tratan de olvidar el pasado. “Aunque algunos dicen que ya es pasado, el dolor sigue estando ahí, aunque algunos dicen que lo que sucedió ya sucedió, el sentimiento está ahí”.