El 29 de diciembre de 1996 se firmó el Acuerdo
de Paz firme y duradera, suscrito entre el Gobierno presidido por Álvaro Arzú y
los máximos representantes de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca
URNG. Esa vez, estuve presente en el solemne acto realizado en el Palacio
Nacional. Ahora se conmemoran 20 años de ese histórico acontecimiento y también
asistí por gentil invitación de Víctor Hugo Godoy, Presidente de la Comisión
Presidencial en Derechos Humanos COPREDEH, al acto conmemorativo organizado por
el Gobierno.
El proceso de negociación entre la
insurgencia armada y los Gobernantes se desarrolló durante diez años 1986-1996,
tiempo durante el cual se lograron firmar 12 acuerdos entre operativos y
sustantivos. El Acuerdo de Paz firme y duradera, fue el último acuerdo
sustantivo que terminó el conflicto armado interno que durante 36 años, dejó un
saldo de miles de víctimas de las prácticas contrainsurgentes del Estado, particularmente
entre la población civil desarmada y con mayor brutalidad contra los pueblos
Mayas originarios.
Ese histórico 29 de diciembre de 1996, fue
para muchos ciudadanos de este país una especie de parte aguas. Un asomo de
esperanzas. Era la oportunidad que abría las puertas para construir y
consolidar un Estado democrático, respetuoso de las libertades y los derechos
fundamentales de las personas. La oportunidad para hacer despegar al país hacia
el desarrollo y alcanzar el bienestar común de la sociedad. La única y
excepcional oportunidad para consolidar la unidad nacional y revertir la
histórica situación de discriminación, racismo, desigualdad, injusticia,
analfabetismo, pobreza, desnutrición infantil. Fue el mismo Arzú, quien se
encargó de torpedear, bloquear, impedir y hacer fracasar los Acuerdos de Paz.
Veinte años después la oportunidad se ha
perdido, hoy como país y como sociedad estamos peor que antes, es sencillo y suficiente
ver y examinar los principales indicadores económico sociales, para darse
cuenta de la calamitosa y angustiosa situación que envuelve a grandes mayorías
de población marginada, excluida, explotada, tanto en áreas urbanas como
rurales. Una realidad incuestionable, que hasta los actuales Gobernantes
reconocen.
No quiero negar que hay avances, los hay,
pero muy pocos, entre éstos, la aprobación de algunas leyes, atención parcial a
víctimas e institucionalización de algunas instancias. Pesan más los
incumplimientos, en el tema agrario, en derechos de los pueblos originarios, en
fortalecimiento del poder civil, en participación ciudadana, en el sistema de
administración de justicia, sólo por mencionar algunos rezagos. Veinte años
después, el actual Gobernante Jimmy Morales, poco antes de cumplir un año de su
mandato, ha anunciado una agenda nacional para relanzar los Acuerdos de Paz y
el compromiso de cumplir con los
pendientes incluidos en tales acuerdos. Espero no sea una simple
declaración de buena voluntad.
Celebro el fin de la guerra, porque permitió
iniciar el desmantelamiento del perverso proyecto contrainsurgente, porque
transformó el uso de la violencia armada por el diálogo y la negociación
pacífica, porque sembró de esperanza a la población entera e inició el largo y
complejo camino para construir y consolidar la Paz social, aunque aún no llega.
Celebro el fin de la guerra, porque ahora
cuando se conmemora la Paz, se rinde homenaje a las víctimas, se recuerda el
sacrificio de muchos combatientes y los Gobernantes renuevan promesas
incumplidas. Celebro el fin de la guerra, porque las nuevas generaciones tienen
derecho a conocer las barbaries cometidas y velar para que nunca más vuelvan a
ocurrir.
El poder ciudadano bien ejercido es capaz de
depurar las instituciones del Estado y rescatar al país.
Miguel Ángel Albizures
Siempre estamos haciendo planes a fin de año
y pensando en qué podemos hacer, en los cambios de actitud personal en el
actuar y en todo aquello que queremos lograr. Yo solo quisiera ver una
ciudadanía activa, despierta, exigente, propositiva ante el Gobierno y los ministros,
ante los diputados, magistrados, jueces y fiscales. Una ciudadanía en las
calles, intolerante con los corruptos y corruptores y con todos aquellos que
abusan del poder. El poder ciudadano bien ejercido es capaz de depurar las
instituciones del Estado y rescatar al país.
Quisiéramos que los partidos políticos, que
solo son fachada, desaparezcan y que surjan nuevos liderazgos nacionales y
locales sin complicidad con las mafias. Quisiéramos que las diversas
expresiones del movimiento indígena y campesino, iniciaran un proceso serio de
unidad, que pensaran más en lo que ello contribuirá al logro de sus objetivos y
en lo que beneficiará al país, y no en sus intereses individuales y de grupo.
Si a ello se lograra agregar un movimiento sindical renovado y activo, el
futuro de la clase obrera y el campesinado sería promisorio.
Es importante y quisiéramos que así fuera,
que las organizaciones estudiantiles de la Universidad de San Carlos, continúen
su lucha y logren el rescate de la asociación y de la propia universidad para
que vuelvan a jugar el importante papel de análisis, denuncia, propuesta y
presencia activa frente a los problemas económicos, políticos, sociales y
culturales del país. Igual lo deseamos de los estudiantes de Educación Media
para que defiendan su derecho a una educación de calidad y para que no
desaparezcan los Institutos históricos que están en la mira de las autoridades.
Quisiera, pero por lo que se ve sigue siendo un sueño, que los fragmentos de la
izquierda se unieran, que conformaran un solo bloque, que unieran sus débiles
fuerzas hoy separadas, y tiraran al carajo el sectarismo, las ambiciones
personales de la dirigencia y respondieran al llamado de unidad que, desde
abajo, hacen muchos militantes que saben que la unidad da fuerza, que a través
de ella se puede construir una real alternativa de poder. El 2017 es decisivo
para construir una expresión de izquierda que ponga en qué pensar a otras
fuerzas políticas de la derecha tradicional.
Hoy que se cumplen veinte años de los
Acuerdos de Paz, es importante que las organizaciones políticas y sociales,
rescaten su contenido y luchen por su cumplimiento. Dejar abandonado, desde
hace veinte años, un programa mínimo para el rescate de la democracia y la
justicia, es un error de las izquierdas y de los sectores democráticos del país
que deben retomarlos y exigir su implementación. Recordemos que la unidad hace
la fuerza y al poder ciudadano no hay fuerza que le doblegue. Ojalá y la
dirigencia de las izquierdas mediten y den el ejemplo para que de verdad, sea
un Año Nuevo.
IMPACTO DE LOS ACUERDOS DE PAZ PARA LAS VICTIMAS DEL CONFLICTO ARMADO INTERNO EN GUATEMALA 1996 - 2016
DEMANDAS DE VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN DIGNA
(compartir)
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH)
informó hoy que encontró culpable al Estado guatemalteco por desapariciones
forzadas y por no haber investigado la masacre de pueblos indígenas mayas
perpetrada por agentes estatales entre 1981 y 1986, durante la guerra civil.
San José, 21 dic (EFE).- La Corte Interamericana de Derechos
Humanos (CorteIDH) informó hoy que encontró culpable al Estado guatemalteco por
desapariciones forzadas y por no haber investigado la masacre de pueblos
indígenas mayas perpetrada por agentes estatales entre 1981 y 1986, durante la
guerra civil.
El caso se relaciona con una serie de masacres, ejecuciones
extrajudiciales, torturas, desapariciones forzadas y violaciones de miembros de
la aldea Chichupac y comunidades vecinas, en el marco del conflicto armado
interno que vivió esa nación (1960-1996).
La sentencia, notificada hoy a las partes, indica que el
Estado guatemalteco es responsable por la desaparición forzada de 22 personas y
por no haber adoptado medidas necesarias para revertir los efectos de la
situación de desplazamiento.
"La falta de investigación de las ejecuciones,
detenciones, desplazamientos forzados, actos de tortura, violencia sexual y
trabajos forzosos, entre otros, ocurridos entre agosto de 1981 y agosto de 1986
en el marco del conflicto armado, constituyó un incumplimiento de las
obligaciones estatales", concluyeron los jueces.
La Corte determinó que el Estado violó los derechos a la
libertad personal, a la integridad personal, al reconocimiento de la personalidad
jurídica y el derecho a la vida, de las 22 víctimas de desapariciones forzadas.
Lo último que se supo de ellas es que se encontraban bajo custodia estatal.
También concluyó que el Estado no adoptó medidas para
garantizar a las víctimas desplazadas un retorno digno y seguro a sus lugares
de residencia, un nuevo asentamiento voluntario o una indemnización adecuada,
por lo que, violó el derecho de circulación y residencia.
La sentencia además indica que no se cumplió con las
obligaciones para prevenir y sancionar la tortura, la desaparición forzada de
personas, y por no prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la
mujer.
"La Corte determinó que la actuación del Estado en la
investigación de los hechos del caso demostró una clara voluntad por parte de
las autoridades de que los mismos permanezcan en la más absoluta
impunidad", explica la sentencia.
La demanda interpuesta por la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) indica que lo ocurrido se enmarca "dentro de una
política de Estado, con fundamento en la doctrina de seguridad nacional y el
concepto de enemigo interno, destinada a eliminar la supuesta base social de
grupos insurgentes de la época".
El tribunal internacional solicitó reabrir las
investigaciones para sancionar a los responsables, así como brindar tratamiento
médico, psicológico y psiquiátrico a las víctimas.
El Estado de Guatemala también debe realizar las acciones
necesarias tanto para determinar el paradero de los miembros de la aldea de
Chichupac y comunidades vecinas desaparecidos forzadamente, así como localizar,
exhumar e identificar a las personas fallecidas.
Por daños materiales e inmateriales la CorteIDH ordenó
entregar 55.000 dólares por cada una de las 183 personas incluidas en un
listado general de víctimas de desaparición forzada.
Además de 5.000 dólares a las personas que fueron
desplazadas y 30.000 dólares para cada familia de víctimas, que deben ser
divididos entre madres, padres, hijos, cónyuges y compañeros permanentes.
También contempla 10.000 dólares para los hermanos de las
víctimas por daño inmaterial.
La Corte Interamericana indicó que supervisará el
cumplimiento íntegro de la sentencia y que dará por concluido el caso una vez
que el Estado guatemalteco haya dado cabal cumplimiento a lo dispuesto en la
misma. EFE
Guatemala es un país religioso. Dios está hasta en la sopa.
“Reina” en el Estado, en la educación, en la política, en las instituciones, en
el barrio, en el pueblo, en el cielo. En todas partes. Aunque no creamos en Dios
no somos nunca ajenos a un: “Dios le bendiga”, “Dios vaya con usted”, “primero
Dios”, “gracias a Dios”, “a ver que dice Dios”, “¡ay Dios!”…
Fotografía de José Orozco/La Hora
No se habla de Dios, simplemente se cree en él y ya. La libertad
de religión o de creencia es la base sobre la que uno debe pensar y detenerse
si se quiere cuestionar el monopolio del Dios cristiano, como quien dice “somos
libres de creer” y eso se debe respetar, lo cual me parecería muy lógico si esa
libertad existiera realmente… pero ¿cómo ejercer libremente nuestro derecho a
creer? si estamos atiborrados de un solo dios, o sea, condicionados pues.
Compartimos con los otros países de
la ahora América, el “fervor”, la “fe”, somos “el continente de Dios” y esto no
es una casualidad. En nuestra historia compartida, la religión ha sido una
herramienta fundamental de dominación. Es ideología. La colonia española tenía
como base ideológica el cristianismo, someter en el nombre de Dios. Creer en
Dios no puede ser una opción si en aceptarlo radicaba mantener la vida. La
iglesia utilizaba la culpa para justificar la violencia de la inquisición hacia
los indígenas, como quien dice lo merecíamos por herejes y salvajes.
La evangelización fue un canal para
la imposición ideológica colonial y simbólicamente fueron posicionando a su
dios. Los cerros, altares, templos y sitios importantes para los indígenas
fueron destruidos, quemados y sobre estos se edificaron las ermitas y las
iglesias. Los conquistadores se movilizaban en comitiva siempre integrada por
religiosos quienes incluso aprendieron los idiomas indígenas para hacer llegar
la doctrina de primera fuente.
Fotografía de José Orozco/La Hora
La resistencia de los indígenas era
tal que aparentaban “acceder” al bautizo y a la conversión para no ser acosados
mientras en la intimidad seguían manteniendo sus creencias; esto hizo que la
evangelización tuviera diferentes mecanismos. Por años, se implementaron
distintas estrategias de evangelización. “En México Tenochtitlán, cuando sintió
que tenía superioridad numérica, Cortés terminó por tomar posesión de una parte
del Templo Mayor para ponerle una cruz y una imagen de la Virgen”.
Los religiosos fueron los primeros
antropólogos en estas tierras. Idearon mecanismos para introducir el cristianismo.
La sustitución de dioses por la imagen de Jesús, la Virgen y los santos es
evidente en la caracterización incluso física de estas. Una virgen morena de
ojos achinados que se aparece en un cerro sagrado frente a un indígena, fue el
ícono de la colonización religiosa (espiritual).
El sincretismo fue otro de los
mecanismos. Quizá el más acertado de la colonización, porque después de todo
este tiempo permanece y sigue ejerciéndose. El sincretismo vino a ser como la
etapa posterior al exterminio, o sea la consolidación del proyecto conquistador
en donde prevalece lo europeo sobre lo “nativo” y a esto se le llama
(disimuladamente) mezcla. El sincretismo no tiene nada romántico ya que es la
materialización del sometimiento: “los indios aprendieron a ser sumisos al ver
que aquellos que se habían resistido o que habían intentado resistirse, sin
misericordia los esclavizaban y les marcaban el rostro con un hierro al rojo
vivo”… ¡así terminamos amando a Dios!
Muchas de la contradicciones tienen
sentido al entender el colonialismo. Las culturas indígenas fueron sometidas
con extrema violencia a un proceso de “domesticación”. Esa domesticación es
recordada hasta hoy a través de una serie de rituales que se encargan de que no
“olvidemos” cómo es que de seres de maíz terminamos siendo los inditos de la
virgen.
La religión y la doctrina militar
tienen mucho en común (y ambas fueron parte de la invasión colonial). Para
ambos la simbología es muy importante: imponer a través de la imagen, de lo que
se ve o es observable. Para los españoles también lo fue. Dominar lo intangible
pasa por dominar lo tangible. Imponerse debe ser tajante y ahora lo seguimos
viendo: una Mega-Frater o bien una “ciudad de Dios” con bandera de Guate de 985
mil quetzales.
Fotografía de José Orozco/La Hora
El racismo también necesita del
simbolismo para mantenerse. El sentido de superioridad e inferioridad se marca
a través de lo visible, en este caso de nuestra apariencia. La apariencia que
socialmente se tiene de los indígenas responde a estereotipos racistas. El
ladino sigue pensando en el indígena como irracional: me disfrazo de indio como
disfrazarme de cualquier cosa. El indígena necesita no olvidar que gracias a
Dios dejó de ser animalesco y que el amor de la Virgen es inmenso por los
indígenas de América, a tal punto que se dejó ver por uno de ellos.
La devoción es la justificación para
disfrazarse de indito. No se visten de indígenas o mayas, eso está claro,
porque no se tiene consciencia de cuantas culturas indígenas hay en este país,
conocer eso qué importa. Los mercados ya están abastecidos de disfraces. El 12
de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, es una celebración cristiana
que se desarrolla en base a lo “indígena”: el retrato de la aceptación de la
ideología judeo-cristiana. Algo que tiene que ver directamente con el racismo
colonial que a través de instituciones como la Iglesia cumplió su objetivo de
“desidentificar a los pueblos indígenas de sus referentes principales
-religión, idioma, cosmogonía y costumbres- mediante la destrucción gradual y
sistemática de su pasado y de la implementación de los valores cristianos
occidentales” tal como explica Marta Elena Casaús en su libro “La Metamorfosis
del Racismo en Guatemala” (2002), a quien debo citar para corroborar al público
que lo que digo tiene sentido ¿?
Hasta hoy no he escuchado ni una sola
vez que alguien reconozca que un 12 de diciembre le hayan vestido de Achi’,
Q’anjob’al, Ixil u otros. Hasta ahora la Iglesia no reconoce su responsabilidad
en la historia. Mientras tanto los distintos pueblos: indígena, mestizo, ladino
y otros; comparten (de las pocas cosas) su creencia en Dios ¿acaso han cambiado
los tiempos?
1Stresser-Péan, Guy: El Sol-Dios y
Cristo. La cristianización de los indios de México vista desde la Sierra de
Puebla. CEMCA, CNCA y FCE. México 2011.
Sandra Xinico Batz (1986, Patzún, Chimaltenango) Antropóloga maya
K’aqchikel, engasada con las letras, empecinada por la historia y obstinada en
que se escuche nuestra voz, la voz de los pueblos.
ARCHIVO - En esta foto de archivo del 13 de enero de 2011, un antropólogo forense exhuma parte de una fosa común en uno de los cementerios más grandes de Guatemala, La Verbena. Los restos de Juan Estuardo Orozco López y José Zenón Hernández Cusanero fueron encontrados en una fosa en este lugar. Son dos de 500 desaparecidos que hasta ahora se han identificado tras un proceso que comprar sus restos con DNA de sus familiares. El proceso inició a mediados de año, de acuerdo a la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. (AP Foto/Rodrigo Adb, Archivo) AP. 10.12.2016 - 10:29h PST
Por más de 30 años, los restos
de Juan y José no fueron más que una pila de huesos sin nombre.
Las osamentas se hallaron en una fosa común del cementerio
de La Verbena, en la capital de Guatemala, y son un recordatorio de la guerra
civil que cimbró el país centroamericano entre 1960 y 1996.
Juan Estuardo Orozco López y José Zenón Hernández Cusanero
son dos de 500 cadáveres desaparecidos identificados hasta el momento, pero de
acuerdo con un informe de La Comisión para el Esclarecimiento Histórico
—auspiciada por la Organización de las Naciones Unidas— aún hay pendientes por
saldar: en esa guerra que enfrentó a militares y civiles desaparecieron 45.000
y murieron 200.000.
La Fundación de Antropología Forense de Guatemala logró la
identificación de los restos tras realizar comparaciones con muestras de ADN de
las víctimas con sus familiares. Aunque el proceso inició a mediados de 2016,
la información —a la que The Associated Press tuvo acceso en exclusiva— no se
había dado a conocer a la prensa sino hasta ahora.
Los nombres de Juan y José se suman a una lista de 183 que
aparece en una bitácora conocida como Diario Militar, cuya existencia se dio a
conocer en 1999 y constituye un registro de quienes fueron detenidos tras
acusaciones de subversión y haber pertenecido a la guerrilla.
Señalados como enemigos de los regímenes militares que
entonces gobernaban Guatemala, miles de integrantes de organizaciones
sindicales, estudiantiles o campesinas se convirtieron en víctimas del
conflicto.
El Diario Militar, que identifica con fotografía a cada
víctima de las fuerzas de seguridad, detalla lo que ocurrió tras su detención.
Entre otras cosas, ahora se sabe que el número "300" era una clave
para detallar que alguien había sido asesinado.
Por más de 30 años, los restos de Juan y José no fueron más
que un par de osamentas marcadas con números —496 y 1200— en una fosa común.
Como ellos, muchos otros cadáveres anónimos ampliaron la cifra de miles de
desaparecidos a causa de la guerra.
Según los testimonios de la familia de Juan, un ingeniero
eléctrico que tenía 29 cuando desapareció, el joven fue atacado en la zona 11
de Ciudad de Guatemala tras resistirse a ser detenido por fuerzas de seguridad
en agosto de 1983. Nunca dieron con su paradero.
El Diario Militar identifica a Juan con el número 2.
Asimismo, la bitácora establece que utilizaba el seudónimo de "Miguel y
Marín" y que era un supuesto miembro de la Organización del Pueblo en
Armas (ORPA), una de las cuatro fracciones de la guerrilla conocida como Unidad
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
El informe detalla: "cayó abatido al oponerse a su
detención".
José, por su parte, desapareció el 23 de abril de 1983.
Tenía 25 años y según los testimonios salió de su comunidad en San Martín Jilotepeque,
en el departamento de Chimaltenango, hacia la capital. Luego no se supo más de
él.
En el dossier, José es el número 112. Su seudónimo era
"Marco Antonio" y, según los militares, era miembro del Ejército
Guerrillero de los Pobres (EGP), una fracción de la URNG. De acuerdo al
documento, las fuerzas de seguridad lo identificaron y trataron de detenerlo.
En lo que fracasaron los hombres, tuvieron éxito las armas:
"al darse cuenta de los vehículos, se quiso poner en fuga, por lo que tres
impactos de (un fusil) M-16 lo detuvieron".
El informe detalla: "300 en el lugar".
De las 183 personas que aparecen en el diario militar, 101
fueron ejecutadas. Algunos cuerpos se localizaron; otros nunca aparecieron. Del
resto —82— algunos fueron puestos en libertad; del resto no se sabe más.
José Suasnavar, director de la Fundación de Antropología
Forense de Guatemala, dijo que en La Verbena se han localizado 3.323 osamentas
que se han comparado con más de 13.000 muestras de ADN del Banco Genético
Nacional de familiares y Víctimas de Desaparición Forzada, donde se han
localizado a ocho personas que aparecen en el Diario Miliar.
En 2012, la Corte Interamericana condenó al Estado
guatemalteco por violación a la vida, integridad y derechos de las víctimas.
Desde entonces, el Estado está obligado a resarcir a sus víctimas y a buscar a
los desaparecidos.
Ver más en:
http://www.20minutos.com/noticia/69193/0/guatemala-identifican-desaparecidos-durante-la-guerra/#xtor=AD-1&xts=513357#xtor=AD-1&xts=513357
EN EL MARCO DEL DÍA INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS
Abrazados por la solidaridad compartimos con la familia
Molina Theissen y las familias que sufren la desaparición forzada de sus familiares,
Fernando López cantaautor Guatemalteco, junto a grandes artistas, musicos,
coros y poetas, brindaron un concierto por Marco Antonio y los cinco mil niñas
y niños detenidos desaparecidos durante el conflicto armado interno.
La Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de
Guatemala otorgo la “ORDEN MONSEÑOR JUAN GERARDI” A LOSDERECHOS HUMANOS EN
GUATEMALA a Autoridades Ancestrales y Líderes Comunitarios de Huehuetenango, a
Monseñor Obispo Gerardo Flores y a Colectivo Jalok U
Reconocimiento a las Autoridades Ancestrales y Líderes Comunitarios de Huehuetenango, Rigoberto Juárez, Domingo Baltazar, Bernardo Ermitaño López, Francisco Juan Pedro, Arturo Pablo Juan, Adalberto Villatoro Hernández, luchadores por la defensa del agua, la vida y el territorio, fueron encarcelados injustamente por mas de un año por la lucha de sus derechos.
Reconocimiento al Colectivo Jalok U
(Grupo de 14 Mujeres Queqchíes quienes fueron querellantes
en el caso de Sepur Zarco, en el cual lograron que un Tribunal Guatemalteco
dictara sentencia contra el ex comisionado militar Heriberto Valdez Asijy el coronel retirado Francisco
Esteelmer Reyes Girón, por la comisión de delitos contra deberes de la
humanidad en forma de violencia sexual en el destacamento, y a 240 años más por
asesinato)
Monseñor Obispo Gerardo Flores, Obispo Emérito de Flores
Formó parte del grupo de Obispos brillantes y nacidos en el Vaticano II, además de ser retroalimentados por Medellín. El compromiso con los pobres, la evangelización liberadora, la defensa de los derechos de los indígenas y la dedicación por la inculturación de la fe, fueron algunas de las grandes preocupaciones de aquellos Obispos.
En el marco del Día Internacional de los Derechos Humanos
DENUNCIAMOS
Los dos años de injusticias y privación de libertad de
Defensores de Derechos humanos del municipio de San Pablo, departamento de San
Marcos.
El 10/12/2014, agentes de la Policía Nacional Civil,
detuvieron injustificadamente a Fausto Sánchez Roblero, quien por más de dos
años se encuentra encarcelado, y sigue en la cárcel a pesar de que el Tribunal
de Sentencia Penal, Narcoactividad y Delitos contra el Ambiente de San Marcos
lo ha ABSUELTO de todos los cargos en las dos causas penales que siguen en su
contra. Observándose en estos procesos que los recursos legales son utilizados
por los querellantes adhesivos como un mecanismo legal para retrasar los
procesos.
Ante la detención arbitraria de Fausto Sánchez y sin haber
cometido delito o falta alguna, la población de San Pablo se manifestó,
expresando su inconformidad. Como medida de reacción y represión a la población
las autoridades policiales al azar detuvieron a seis personas más, entre los
detenidos una mujer madre soltera de cuatro hijos.
Por presiones externas tres de los detenidos, en forma
arbitraria y al azar, se auto culparon y por ello recibieron rebaja de pena,
aun siendo inocentes. Se les impuso la pena de dos años que ya cumplieron y
siguen en la cárcel por la persecución sistemática de querellantes adhesivos
quienes alargan procesos judiciales con litigio malicioso: no compareciendo a
audiencias o incumpliendo formalismos para posteriormente hacer uso de recursos
que atrasan los procesos penales.
Denunciamos la sistemática criminalización de autoridades
ancestrales y comunitarias, tergiversando la organización social comunitaria de
los pueblos indígenas y sus autoridades, atacando la legítima y legal protesta
social, la diversidad de opiniones y el disenso democrático. Sorprende que la
Fiscalía Contra el Crimen Organizado este llevando casos de autoridades
indígenas legitimados por su comunidad, que por no comprender de las
organizaciones sociales comunitarias presentan intimaciones y acusaciones que
les permita una persecución penal y privación de libertad por una larga lista
de delitos penales. La persecución no cesa, más bien el Ministerio Publico
persigue a los líderes sociales a nivel internacional por medio de Interpol.
Denunciamos que autoridades, empresas y sus organizaciones
no temen en encarcelar a un anciano de 74 años. Este anciano es don Lorenzo
Ramírez Rodríguez, autoridad comunitaria, quien dentro de la cárcel, desde más
de un año, está luchando en contra de su ceguera total, sin recibir la oportuna
atención médica - desde febrero 2015 está pidiendo apoyo médico y hasta la
fecha no ha recibido la cirugía. Condiciones que se asemejan a trato cruel e
inhumano.
Denunciamos que hay resoluciones judiciales ilegales, por
ejemplo, al decretar medidas sustitutivas que restringen a los criminalizados
sus derechos mucho más allá de lo previsto en la normativa legal - en la
práctica le prohíben participar en la vida comunitaria, de encontrarse con
líderes y otros representantes de los pueblos mayas del departamento de San
Marcos y de hablar sobre la empresa Hidrosalá Sociedad Anónima que pretende
realizar proyectos extractivos.
Exigimos la liberación inmediata e incondicional de los 11
presos políticos de San Marcos: María Maribel Díaz Gómez, Marco Tulio Pérez
Pablo, Simeón Mauricio Guzmán, Bruno Emilio Solís Pérez, Nery Edilmar Santos
López, Heriberto Evelio Santos López, Fausto Sánchez Roblero, Alfonso Chilel
Hernández, Lorenzo Ramírez Rodríguez, Irineo Plutarco Clemente Pérez y
recientemente también Licardie Duarle Fridolino. Urgimos el cese a la
persecución penal en contra de 3 autoridades ancestrales y líderes sociales con
medidas sustitutivas: Oscar Sánchez Morales, José Mauricio López Escobar y
Evelio Velásquez Ramos.
Exigimos el cese de la persecución penal por delitos como:
acusación por plagio y/o secuestro, robo agravado, sedición, atentado con
agravación específica, detención ilegal con circunstancia agravada, instigación
a delinquir, detenciones ilegales agravadas y coacción, encubrimiento propio,
atentado contra la seguridad de servicios de utilidad pública y actividades
contra la seguridad interior de la nación.
Exigimos el respeto a las comunidades, indígenas mames y sus
derechos colectivos, el derecho a la consulta, especialmente en el marco de
bienes naturales y proyectos empresariales que persiguen intereses particulares
y no el bien común.
Consejo Mam Te TxeChman San Marcos
Consejo Sipakapense
Frente de Resistencia en Defensa de los Recursos Naturales y
los Derechos de los Pueblos (FRENA)
Asociación para el Desarrollo Integral Maya AJCHMOL (ADIMA)
Movimiento de Trabajadores/as y Campesinos/as (MTC)
Fundación Tierra Nuestra (FUNDATIERRA)
Juventud Roja
Plataforma Agraria
Con el apoyo y acompañamiento de:
Alba Cecilia Mérida, Huehuetenango
Alianza Política Sector de Mujeres
Andrés Cabanas, periodista
Asociación Amigos de Guatemala, de Murcia (España)
Asociación COMUNICARTE
Asociación de Abogados y Notarios Mayas de Guatemala NIM
AJPU
Asociación de Desarrollo de la Mujer K'ak'ak Na'oj (ADEMKAN)
Asociación de Formación para el Desarrollo Integral
(AFOPADI)
Asociación de Mujeres Aq'ab'al, Barillas Huehuetenango
Asociación de Mujeres Indígenas Yalmotx
Asociación Feminista La Cuerda
Asociación Para el Desarrollo Sostenible de la Juventud
(ADESJU)
Broederlijk Delen
Bufete Jurídico de Derechos Humanos (BDH)
Campaña Guatemala sin Hambre (CGSH)
Carlos Pérez Guartambel
Comité de Desarrollo Campesino (CODECA)
Confederación de Nacionalidades Kichwas del Ecuador
(ECUARUNARI)
Centro de Acción Legal Ambiental y Social de Guatemala
(CALAS)
Centro de Análisis Forense y Ciencias Aplicadas (CAFCA)
Centro de Estudios y Documentación de la Frontera Occidental
de Guatemala (CEDFOG)
Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH)
Colectivo Ciudadano de Quetzaltenango (CCQ)
Colectivo MadreSelva
Colectivo No'j
Colectivo Vida, Justicia y Libertad para las Mujeres,
Huehuetenango
Colectivo Voces de Mujeres
Comisión de Justicia, Paz e Integridad de la Creación de la
Conferencia de Religiosos y Religiosas de Guatemala (JPIC-CONFREGUA)
Comisión Internacional de Juristas (CIJ)
Comité de Unidad Campesina (CUC)
Convergencia por los Derechos Humanos
Coordinadora andina de organizaciones indígenas (CAOI)
Coordinación y Convergencia Nacional Maya Waqib' Kej
Delmi Arriaza Pontaza, activista
Derechos Humanos Sin Fronteras de Cusco, Perú
Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP)
Federación Guatemalteca De Escuelas Radiofónicas (FGER)
Fernando Soto Tock
Fundación Guillermo Toriello (FGT)
Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM)
Instituto de Protección Social (IPS)
Julia Esquivel Velasquez
Leonor Hurtado
Manolo García García
Manuela Picq
Movimiento de Artistas Indignados de Xelajuj No'j (MAIX)
Movimiento De Acción Sancarlista (MAS)
Movimiento Ideales SanCarlista
Nelton Rivera González, Prensa Comunitaria
Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala
(ODHAG)
Organización para el Desarrollo Urbano y Campesino ORDEURCA,
Colombia
Plataforma Interinstitucional Celendina, Perú
Plataforma Internacional Contra la Impunidad
Protection International (PI)
Red de la No Violencia contra las Mujeres (REDNOVI)
Red en Solidaridad con el Pueblo de Guatemala (NISGUA)
Refugio de la Niñez
Rosemary Son
Rubén Herrera Herrera, Huehuetenango
Santiago Bastos, Prensa Comunitaria / CIESAS
Seguridad en Democracia (SEDEM)
Servicios Jurídicos y Sociales (SERJUS)
Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos
Humanos de Guatemala (UDEFEGUA)
LAS DOS ERRES: Una Mirada Hacia el Fondo del Pasado Documental de 21 minutos, realizado en el año 1995 La
matanza en el parcelamiento Dos Erres ocurrió el 7 de diciembre de
1982. 40 kaibiles ingresaron al parcelamiento, 250
pobladores fueron asesinados en octubre de 1982, por elementos del
ejército durante el régimen de facto de Efraín Ríos Montt.
LA MASACRE DE LAS DOS ERRES
La causa de la masacre
En octubre de 1982, una emboscada de la
guerrilla causó la muerte de alrededor de 20 soldados y la pérdida de sus
rifles. Datos de inteligencia indicaron un tiempo después que los rifles podían
estar en la zona de Las Dos Erres, una aldea de granjas con 60 familias en la
selva profunda, cerca de la frontera mexicana. Altos mandos del Ejército
desplegaron la patrulla especial para recuperar los rifles y darles una lección
a los aldeanos.
Disfrazados de guerrilleros, la unidad de
20 hombres asaltó Las Dos Erres el 7 de diciembre, respaldada por una fuerza de
apoyo de 40 comandos uniformados. Las tropas no encontraron ni los rifles ni
evidencia de actividad guerrillera. El operativo se descompuso en un frenesí de
violaciones, torturas y asesinatos que aniquiló a casi toda la población, según
expedientes judiciales guatemaltecos y estadounidenses.
La investigación empezó 14 años después,
pero produjo pruebas únicas. Rompiendo el código de silencio, 2 soldados se
convirtieron en testigos protegidos en los noventa y rindieron sus testimonios
sobre la matanza. Además, los fiscales conectaron la masacre con la unidad de
Sosa, por medio de exámenes de ADN realizados a 2 niños secuestrados en Las Dos
Erres en 1982 y que crecieron en hogares de militares: Óscar Ramírez Ramos y
Ramiro Osorio Cristales, de 3 y 5 años. (…)
La masacre de 250 civilesfue una de las peores atrocidades de la
guerra civil de Guatemala. Durante el último año, las cortes han condenado a 5
soldados del Ejército guatemalteco por crímenes relacionados con la matanza.
(…) La fiscalía en Guatemala busca a otros 7 antiguos comandos acusados de
haber participado en la masacre.
1 Roberto Aníbal Rivera Martínez. Fecha de
nacimiento: 8/24/1954. Último lugar de residencia conocido: Ciudad de
Guatemala. Rango: teniente. Está acusado de haber sido el comandante de la
unidad que cometió la masacre de Las Dos Erres. Cuando los investigadores
ejecutaron una orden de detención en su casa en un barrio militar en 2010,
descubrieron un túnel para huir.
2 César Adán Rosales Batres. Fecha de
nacimiento: 6/11/1957. Último lugar de residencia conocido: Ciudad de
Guatemala. Rango: teniente. Era el tercereo en antigüedad de los oficiales en
la unidad de comandos. Los testigos alegaron que fue el primero en violar una
niña durante el asalto a Las Dos Erres.
3 Alfonso Bulux Vicente. Fecha de
nacimiento: 1/13/1953. Último lugar de residencia conocido: Retalhuleu. Rango:
sargento. Durante la masacre, Bulux mostró piedad a una familia en las afueras
de la aldea, dejándolos huir, según testimonios. Pero los testimonios también
le ubican entre el grupo de comandos que interrogaron a los campesinos, les
pegaron con un martillo y los tiraron dentro del pozo del pueblo.
4 Manuel Cupertino Montenegro Hernández.
Fecha de nacimiento: 1956. Último lugar de residencia conocido: Ciudad de
Guatemala. Rango: sargento. Sirvió como radio-operador de la unidad, manejando
la comunicación con altos cargos del ejército fuera de Las Dos Erres durante el
operativo. Como resultado podría tener información sobre la involucración y
conocimiento de oficiales de alto rango.
5 Mardoqueo Ortiz Morales. Fecha de
nacimiento: 4/26/1962. Último lugar de residencia conocido: Ayutla. Rango:
cabo. Se le señala como uno de los comandos que mataron a campesinos al lado
del pozo.
6 Cirilo Benjamín Caal Ac. Fecha de
nacimiento: 2/9/1949. Último lugar de residencia conocido: Melchor de Mencos.
Rango: sargento. Ha sido identificado por testigos como uno de los comandos que
mataron campesinos al lado del pozo. En 2007 se describió como agricultor,
según documentos del Gobierno guatemalteco.
7 Carlos Humberto Oliva Martínez. Fecha de
nacimiento: 1/19/1954. Último lugar de residencia conocido: Poptún. Rango:
sargento. Ha sido identificado por testigos como uno de los comandos que
mataron a campesinos al lado del pozo. También se cree que se ha dedicado al
comercio en Petén en años recientes.
Al subinstructor Kaibil Pedro Pimentel Ríos,
el tribunal primero B de mayor riesgo lo encontró culpable y lo condeno a seis
mil 60 años de prisión
La odisea de justicia en Centroamérica
Buscando a Óscar I: La increíble historia
del niño que sobrevivió a la masacre de Dos Erres en Guatemala
Por : Sebastian Rotella, ProPublica y Ana
Arana, Fundacion MEPI en Reportajes de investigación Publicado: 25.05.2012
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Óscar Ramírez nunca supo que era una prueba
viviente. Una de las tres que quedaron de la masacre que el Ejército de
Guatemala llevó a cabo en la pequeña aldea Dos Erres. Poco más de 250 personas
vivían allí; solo tres sobrevivieron al macabro montaje para hacerlo parecer
obra de la guerrilla. Óscar era un niño de 3 años, 29 años después, viviendo en
EE.UU., recibió un mail que decía que su padre no era el teniente quién él
creía. Otro sobreviviente, era soldado cuando supo que quien lo crió asesinó a
su familia. Esta es la estremecedora historia de búsqueda de justicia que hoy
estremece a todo el continente.
(*)Un reportaje de Fundacion MEPI y
Propublica.
Vea también: Buscando a Óscar II: La
cacería de los Kaibiles y un final inesperado
La llamada de Guatemala puso a Óscar en
guardia. “Unos fiscales vinieron a buscarte”, le dijeron familiares de su
pueblo. “Son gente influyente de Ciudad de Guatemala. Quieren hablar contigo”.
Óscar Alfredo Ramírez Castañeda tenía mucho
que perder. A pesar de que vivía sin documentos en los Estados Unidos, a sus 31
años había logrado crear una vida estable. Tenía dos empleos a tiempo completo
para mantener a sus tres hijos y a su mujer, Nidia. Se habían establecido en
una casa pequeña pero alegre en Framingham, un barrio obrero de Boston.
Óscar generalmente se esforzaba por
mantenerse lejos de las autoridades. Sin embargo, llamó a la fiscal de Ciudad
de Guatemala. Ella le dijo que quería hablar de un tema delicado sobre su niñez
y de una masacre ocurrida durante la guerra civil de Guatemala. Prometió
explicarlo todo en un correo electrónico.
Días después, Óscar se sentó frente a su
computadora en su sala repleta de juguetes, trofeos de escuela, fotos de
familia, un crucifijo y recuerdos de su país. Había llegado a casa tarde,
después del trabajo. Nidia, con siete meses de embarazo, descansaba en un
sillón cercano. Los niños dormían arriba.
Los ojos verdes de Óscar miraron la
pantalla. El correo había llegado. Respiró profundo y dio clic.
“Usted no me conoce”, empezaba la larga
misiva que le cambiaría la vida.
La fiscal decía que estaba investigando un
episodio violento de la guerra, un caso que la había afectado profundamente. En
1982, una patrulla de comandos especiales había asaltado el pueblo de Dos Erres
y había masacrado a más de 250 hombres, mujeres y niños.
Dos niños pequeños que sobrevivieron fueron
robados por los comandos. Veintinueve años después, quince desde que la
fiscalía había empezado la búsqueda de los asesinos, la fiscal había llegado a
la conclusión de que Óscar era uno de los dos niños secuestrados.
“Yo tengo conocimiento que usted fue muy
querido y bien tratado por la familia con quienes se crió. Yo espero que
después de todo esto que le estoy contando, usted tenga la suficiente madurez
para asimilarlo de una manera adecuada. Yo lo hago de su conocimiento en base
al derecho a saber la verdad que tienen todas las personas víctimas de
violaciones a los Derechos Humanos”, escribió la fiscal.
“El punto, Oscar Alfredo, es que usted,
aunque no lo sabía, fue una víctima de ese triste hecho que le comento, al
igual que ese otro niño que le cuento que encontramos, así como los familiares
de las personas que fallecieron en ese lugar”.
Para entonces, Nidia leía por encima de su
hombro. La fiscal dijo que podía acordar una prueba de ADN para confirmar su
teoría. Le ofreció un incentivo: ayudar a Óscar con su proceso migratorio en
los Estados Unidos.
“Esta es una decisión que usted debe
tomar”, acotó.
Óscar repasó imágenes de su niñez
rápidamente en su cabeza. Se esforzó por relacionar las palabras de la fiscal
con sus propios recuerdos. No conoció a su madre, tampoco a su padre, quien
nunca se casó. El teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos había muerto en un
accidente cuando él apenas tenía cuatro años. La abuela de Óscar y sus tías lo
habían criado inculcándole un profundo respeto hacia su progenitor.
Según la familia, el teniente había sido un
héroe. Se graduó como el primero en su clase, se convirtió en un soldado de
élite y había ganado medallas en combate. Óscar atesoraba la boina militar roja
y su añejo álbum de fotos. Le gustaba hojear las imágenes que mostraban a un
oficial fornido de sonrisa joven, en un tanque, cargando la bandera.
El sobrenombre del teniente era un
diminutivo de Óscar: Cocorico. Y Óscar se llamaba a sí mismo “Cocorico Dos”.
Si las sospechas de la fiscal eran
correctas, Óscar no sabía quien era. No era el hijo de un honorable soldado.
Era la víctima de un secuestro, un trofeo de batalla, la prueba viviente de una
masacre.
A pesar de lo abrumador de la revelación,
Óscar tuvo que admitir que no era del todo una sorpresa. Diez años antes,
alguien le había enviado un artículo de un periódico guatemalteco sobre Dos
Erres. Mencionaba su nombre y el supuesto rapto. Pero su familia en Guatemala
lo había convencido de que la idea era descabellada, un mero invento de la
izquierda.
Lejos de la cruda realidad de Guatemala,
Óscar decidió olvidarse de la historia. El país que había dejado detrás era uno
de los más desesperados y violentos en todo el continente americano. Alrededor
de 200 mil personas murieron en la guerra civil que terminó en 1996. Los
militares, acusados de genocidio, todavía conservaban mucho poder.
Ahora, el caso estaba arrastrando a Óscar
al interior de la lucha que Guatemala libraba al enfrentarse con su pasado
trágico. Si se realizaba la prueba de ADN y los resultados eran positivos, su
vida se transformaría de manera peligrosa. Se convertiría en una evidencia de
carne y hueso en la búsqueda de justicia para las víctimas de Dos Erres.
Tendría que aceptar que su identidad, su vida entera, había estado basada en
una mentira. Además, se convertiría en un posible objetivo de las fuerzas
poderosas que buscaban mantener enterrados los secretos de Guatemala.
Los guatemaltecos se encontraban en un
dilema similar. Estaban divididos acerca de cómo castigar los crímenes del
pasado en una sociedad rebasada por la impunidad. Los asesinos y torturadores
uniformados de los ‘80 habían contribuido a crear las mafias, la corrupción y
el crimen que azotaban a los pequeños países de Centroamérica. La investigación
de Dos Erres era parte de la batalla contra la impunidad, de la lucha por un mejor
futuro. Pero las pequeñas victorias tenían grandes costos potenciales:
represalias y conflictos políticos.
Al igual que su país, Óscar tenía que
elegir si quería enfrentar una verdad dolorosa.
“NO SOMOS PERROS PARA QUE NOS MATEN”
El otoño de 1982 fue tenso en Petén, una
región al norte de Guatemala, cerca de México.
Las tropas militares en la zona combatían
al grupo guerrillero conocido como las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). La
campaña de contrainsurgencia era metódica y brutal. El dictador Efraín Ríos
Montt, un general que había tomado el poder en marzo, después de un Golpe de
Estado, arrasaba con poblados rurales sospechosos de alojar y proteger a los
rebeldes.
Aunque habían ocurrido enfrentamientos
cerca de Dos Erres, la aldea estaba escondida en un área remota y selvática y
era relativamente tranquila. Había sido fundada apenas cuatro años antes,
mediante un programa de reparto agrario del gobierno. A diferencia de las áreas
donde los rebeldes reclutaban agresivamente entre los indígenas del país, los
habitantes de Dos Erres eran principalmente ladinos (guatemaltecos de
ascendencia blanca e indígena). Las sesenta familias que vivían en este terreno
muy fértil, cultivaban frijol, maíz y piñas. Los caminos no estaban
pavimentados, pero había una escuela y dos iglesias, una católica y otra
evangélica. El nombre del pueblo, Dos Erres,homenajeaba a sus fundadores,
Federico Aquino Ruano y Marcos Reyes.
El encargado militar de la región, el
teniente Carlos Antonio Carías, pidió que los hombres de Dos Erres participaran
en una patrulla de autodefensa civil armada de la base militar ubicada en el
pueblo de Las Cruces, localizado a unos 11 kilómetros de distancia. Los hombres
de Dos Erres se resistían a hacerlo, preferían ser parte de una patrulla que
protegiera a su comunidad. El teniente Carías tomó a mal esta posición de los
residentes. Se tornó agresivo y acusó a la gente de Dos Erres de refugiar a
guerrilleros. Prohibió a los habitantes que participaran en las ceremonias de
juramento a la bandera, y, como evidencia de su supuesta traición, mostró a sus
superiores un costal de cosecha inscrito con las iniciales FAR, alegando que se
trataba de la insignia guerrillera. En realidad, el costal pertenecía al
cofundador de la aldea, Ruano, y eran sus iniciales.
En octubre, el Ejército sufrió una
humillante derrota en la cual guerrilleros mataron a un grupo de soldados y
robaron alrededor de veinte rifles. A principios de diciembre, inteligencia
militar indicó que las armas robadas estaban en el área de Dos Erres. El
Ejército envió a sus comandos especiales, los Kaibiles, a recuperar las armas y
a darles a los habitantes un castigo.
Los comandos representaban la punta de
lanza de una ofensiva anti-guerrillas que ya había recibido varias condenas
internacionales. En la lengua indígena Mam, Kaibil significa “aquél que tiene
la fuerza y la astucia de dos tigres”. Con un entrenamiento notoriamente duro
en técnicas de supervivencia, contrainsurgencia y guerra psicológica, los
Kaibiles eran considerados como las fuerzas especiales más violentas de
Latinoamérica. Su lema: “Si avanzo, sígueme; si me detengo, aprémiame; si
retrocedo, mátame”.
El plan incluía encubrir la identidad de
los invasores. El 6 de diciembre de 1982, en una base en Petén, se formó un
escuadrón de veinte Kaibiles disfrazados como guerrilleros: con camisetas
verdes, pantalones de civil y brazaletes rojos. Cuarenta efectivos uniformados
que les acompañarían tenían órdenes de apoyarles con un cerco de seguridad y
evitar que alguien entrara o saliera. De todo lo que sucediese en Dos Erres, se
responsabilizaría a la izquierda.
Las tropas salieron a las 22:00 en dos
camiones civiles. Condujeron hasta la medianoche. Después incursionaron durante
dos horas por la densa y húmeda selva. Eran guiados por un guerrillero cautivo
obligado a participar en la misión.
En las afueras de la aldea el escuadrón de
ataque se desplegó como siempre: por grupos de asalto, municiones, apoyo de
combate, perímetro y mandos.
El grupo de mando tenía un operador de
radio que se comunicaría durante la operación con mandos superiores situados en
otros lugares. El grupo de asalto consistía en expertos en interrogación, lucha
y asesinato. Incluso sus mismos compañeros en el escuadrón mantenían su
distancia con los miembros de este grupo por considerarlos psicópatas.
Los Kaibiles escogidos para esta misión
secreta eran la élite de la élite. A los 28 años, el teniente Ramírez era el
más experimentado de todos.
Conocido como Cocorico o El Indio, Ramírez
se había graduado como el mejor de su clase en 1975. Había ganado una beca para
entrenamiento avanzado en la Escuela de Lanceros, en Colombia, pero se había
metido en problemas por ir de fiesta y malgastar fondos. Fue suspendido del
Ejército por seis meses y peleó como mercenario en Nicaragua en 1978, con las
fuerzas del dictador Anastasio Somoza Debayle, un aliado de los Estados Unidos.
Washington reforzó el rol de Guatemala como un bastión estratégico en la lucha
contra el comunismo cuando los Sandinistas derrotaron a Somoza el año
siguiente. Creció el temor de que hubiera un efecto dominó en la región.
Ramírez volvió a Guatemala y se unió a una
unidad de artillería. Herido y condecorado en noviembre de 1981, comenzó a
participar en operaciones encubiertas contra la guerrilla, muchas veces vestido
de civil. Se creó una reputación por su crueldad. Un compañero suyo lo
consideraba “un criminal uniformado”. Otros veteranos, en cambio, admiraban su
habilidad en el campo de batalla y la lealtad a sus tropas.
Cocorico era también un hijo entregado: le
enviaba mensualmente dinero a su madre, quien se quejaba frecuentemente de que
el teniente seguía SOLTERO y no le había dado un nieto.
Ramírez se convirtió en instructor en la
escuela de entrenamiento Kaibil, en Petén. En 1982, el régimen de Ríos Montt
cerró la escuela y creó una patrulla itinerante de instructores: tenientes,
sargentos y cabos, todos hábiles combatientes. Ramírez era el subcomandante de
la unidad, la cual podía desplegarse rápidamente como una fuerza de ataque en
las zonas de control guerrillero.
El escuadrón invadió Dos Erres a las 2:00.
Los comandos derribaron puertas y sacaron a
las familias de sus casas. Aunque los soldados estaban preparados para un
enfrentamiento, no hubo resistencia. No encontraron ninguno de los rifles
robados.
Llevaron a los hombres a la escuela, y a
las mujeres y a los niños a una iglesia. La violencia comenzó antes del
amanecer. César Ibáñez, uno de los soldados, escuchó los gritos de las niñas
pidiendo ayuda. Varios soldados vieron al teniente César Adán Rosales Batres
violar a una niña de 10 años frente a su familia. Imitando a su superior, otros
militares empezaron a violar a mujeres y niñas.
Al mediodía, los Kaibiles ordenaron a las
mujeres violentadas que prepararan comida en una pequeña casa de rancho. Los
soldados comieron en turnos de cinco. Las jóvenes lloraban mientras servían
comida a Ibáñez y a los demás. De regreso a su puesto, Ibáñez vio cómo un
sargento llevaba a una niña por un callejón.
El sargento le dijo que habían empezado “a
vacunar”.
Los militares llevaron a las personas una
por una al centro de la aldea, cerca de un pozo sin agua de 12 metros de
profundidad. Favio Pinzón Jerez, el cocinero del escuadrón, y otros soldados
les aseguraron que todo estaría bien. Serían vacunados. Se trataba de una
medida de salud preventiva. No era nada para preocuparse.
Gilberto Jordán fue el primero en derramar
sangre. Cargó a un bebé, lo llevó hasta el pozo y lo arrojó hacia su muerte.
Jordán lloró cuando mató al niño. Sin embargo, con la ayuda de Manuel Pop Sun,
otro soldado, siguió arrojando niños al pozo.
A los adultos les vendaron los ojos y los
hicieron arrodillarse, uno a uno. Los interrogaban acerca de los rifles y los
nombres de los líderes guerrilleros. Cuando los habitantes protestaban que no
sabían nada, los soldados les golpeaban en la cabeza con un mazo, un martillo
de metal. Luego, los arrojaban al pozo.
“¡Malditos!”, gritaban las víctimas a sus
ejecutores.
Ibáñez tiró a una mujer al pozo. Pinzón, el
cocinero, siguió llevando allí a las victimas, junto al sub-teniente Jorge
Vinicio Sosa Orantes. Cuando el pozo estaba medio lleno, un hombre que cayó
encima de la pila de cadáveres pero seguía vivo, logró quitarse la venda de los
ojos:
-¡Mátenme! -les dijo a los militares.
-¡Tu madre! -contestó Sosa.
-¡La tuya, hijo de la gran puta! -gritó el
hombre en respuesta.
Pinzón observaba. Sosa se enfureció, le
disparó al hombre y para asegurarse, lanzó una granada al interior del pozo.
Unas horas más tarde, los cuerpos se desbordaban.
La masacre continuó en otras partes del
pueblo. Salomé Armando Gómez Hernández, de 11 años, vivía en otra aldea cerca
de Dos Erres. Esa mañana temprano, había viajado a caballo con su hermano de 22
años para comprar medicina en Las Cruces. Cuando llegaron a Dos Erres alrededor
de las 10:00 para visitar a un tío, los militares metieron a Gómez Hernández a
la iglesia junto a las mujeres y los niños. A través de los tablones, vio cómo
los soldados golpeaban y disparaban a la gente. Su hermano y su tío fueron
asesinados.
Por la tarde, los asaltantes juntaron
alrededor de cincuenta mujeres y niños y los llevaron caminando hacia las
montañas. Gómez Hernández se puso al frente de la fila, sabiendo que se
dirigían a su muerte. Los demás también lo sabían.
“No somos perros para que nos maten en el
monte. Sabemos que nos van a matar, ¿por qué no lo hacen aquí mismo?”, dijo una
mujer.
Un soldado se abrió paso violentamente
entre los prisioneros hasta llegar a la mujer y jalarla del cabello. Gómez
Hernández vio la oportunidad de escapar y huyó. El eco de los disparos sonaba
tras él. Se escondió entre la maleza y escuchó.
Uno a uno los soldados mataron a los
prisioneros. Gómez Hernández escuchó los gemidos de la gente agonizando. Un
niño llamaba a su mama. Los militares ejecutaron a los pequeños con los rifles.
A cada uno, un tiro. Fueron entre cuarenta y cincuenta disparos en total.
Al caer la noche, en el pueblo sólo
quedaban cadáveres, animales y soldados. El escuadrón se resguardó esa noche en
las casas abandonadas. Llovía. Gómez Hernández pudo volver al pueblo, con
trabajo, tropezándose entre la oscuridad y el lodo. Pasó entre los cuerpos de
sus vecinos esparcidos por las calles y caminos. Escondido entre el pasto alto,
escuchó risas.
“Ya los terminamos, muchá. Y vamos a seguir
buscando”, dijo un militar.
Gómez Hernández finalmente regresó a Las
Cruces.
Cinco prisioneros más sobrevivieron a la
matanza de los Kaibiles. Tres mujeres adolescentes y dos niños pequeños
aparentemente habían logrado esconderse en algún lugar. Al ponerse el sol,
fueron hacia el centro de la aldea. Los soldados los llevaron a una casa que
habían convertido en el puesto de mando. Los tenientes decidieron no matar
inmediatamente a los recién llegados.
La mañana del 8 de diciembre, el escuadrón
se dirigió hacia las montañas selváticas con los nuevos prisioneros. Vistieron
con uniformes militares a las adolescentes. El teniente Ramírez se hizo cargo
del pequeño de tres años. El panadero del escuadrón, Santos López Alonzo, se
llevó al niño de cinco años. Esa noche, tres oficiales arrastraron a las
jóvenes entre la maleza y las violaron. A la mañana siguiente las estrangularon
y las fusilaron.
Perdonaron las vidas de ambos niños porque
tenían piel blanca y ojos verdes, atributos bien valorados en una sociedad
estratificada por divisiones raciales.
El teniente Ramírez le dijo a Pinzón y al
resto que llevaría al niño más pequeño a su pueblo, Zacapa, situado al este del
país. Lo vestiría al estilo de la región: “Como un vaquero: botas vaqueras,
pantalones y una camisa”.
Días después, un helicóptero aterrizó en
una llanura. Estaba ahí para recoger a Pedro Pimentel Ríos para su siguiente
misión. Iba rumbo a Panamá para servir como instructor en la Escuela de las
Américas, la base militar de los Estados Unidos donde se entrenaron a muchos
militares latinoamericanos implicados en atrocidades. Los niños fueron subidos
al helicóptero y llevados a la base Kaibil.
En la selva la patrulla iba a pie. Seguían
las indicaciones del guerrillero guía que estaba atado a una larga cuerda. Las
provisiones ya escaseaban. Mientras se encontraban sentados alrededor de una
fogata, el teniente Ramírez le dijo a un subordinado, Fredy Samayoa Tobar, que
tenía ganas de comer carne.
-¿De dónde se supone que voy a sacar la
carne? -preguntó Samayoa.
-Corta un pedazo de ese guía y tráemelo
-contestó Ramírez.
Samayoa tomó su bayoneta y le cortó unos
treinta centímetros de la espalda al guía. Y le llevó el pedazo al teniente.
-Oh no, no, no, tienes que ejecutarlo, está
sufriendo -le dijo Ramírez.
El soldado mató al guía. El teniente no se
comió la carne.
El comando llegó cerca del pueblo de
Bethel, donde encontraron una tienda y robaron cerveza, cigarrillos y agua. Se
encontraron también con unos campesinos, a los que decapitaron.
Cuando el escuadrón regresó a la base, más
de 250 personas habían muerto. Los Kaibiles llamaron a la misión “Operación
Chapeadora”. Habían “podado” a todo aquél que se había puesto en su camino.
Cuatro días después de la masacre, el
teniente Carías, comandante en Las Cruces, llevó tropas en camiones y tractores
a Dos Erres. Saquearon los vehículos, propiedades y robaron a los animales.
Luego quemaron la aldea.
Carías se encontró con los aterrorizados familiares
de los desaparecidos. Algunos estuvieron lejos de Dos Erres ese día, otros
vivían en pueblos cercanos. Acusó a la guerrilla del incidente.
Tras unas pocas semanas, la embajada
estadounidense en Guatemala se había enterado de lo sucedido en Dos Erres.
Una “fuente confiable” les había dicho a
los oficiales de la embajada que soldados disfrazados de rebeldes habían
asesinado a más de 200 personas. Era el último de una serie de reportes
recibidos en los que se culpaba a los militares por las masacres al interior
del país. El 30 de diciembre tres oficiales estadounidenses fueron a Las
Cruces, y las entrevistas realizadas a los locales levantaron más sospechas.
El equipo sobrevoló Dos Erres en
helicóptero. El piloto de la Fuerza Aérea de Guatemala se negó a aterrizar,
pero las casas quemadas y los campos abandonados eran una evidencia
suficientemente clara de que se habían cometido atrocidades. En un cable
diplomático excepcionalmente sincero enviado a Washington, los diplomáticos
aseguraron que “lo más probable es que la entidad responsable de este incidente
sea el Ejército de Guatemala”.
El gobierno estadounidense mantuvo el
secreto hasta 1998. No se tomó ninguna medida contra el Ejército ni el
escuadrón Kaibil. Los Estados Unidos continuaron apoyando a los gobiernos
represores pero anti-comunistas de Centroamérica.
Tendrían que pasar catorce años hasta que
alguien intentara hacer justicia por Dos Erres. En 1996, después de más de tres
décadas de guerra civil, las hostilidades cesaron con un tratado de paz entre
los rebeldes y militares de Guatemala. Ambos bandos acordaron una amnistía que
exculpaba a los combatientes, pero permitía juzgar las atrocidades.
Existía, sin embargo, una duda considerable
sobre si el nuevo gobierno sería capaz de llevar a juicio esos casos. Los
perpetradores de algunos de los peores crímenes de guerra mantenían su poder en
las Fuerzas Armadas o en mafias del crimen organizado que crecieron rápidamente.
Los cárteles de droga reclutaron ex Kaibiles como sicarios e instructores.
La investigadora que se enfrentó a este
peligroso encargo fue Sara Romero.
Romero era una mujer pequeña y tranquila al
expresarse. Parecía más una oficinista o una profesora que una luchadora contra
el crimen de primera línea. A sus 35 años era una fiscal novata. Se había
graduado en la escuela de leyes el año anterior y había sido asignada a una
comisión especial de derechos humanos en la Ciudad de Guatemala. Aunque los
crímenes de guerra habían quedado sin resolver durante años, estaba decidida a
continuar las investigaciones sin importarle los obstáculos. De otra forma,
pensaba, la impunidad seguiría enquistada en la sociedad guatemalteca.
Se le asignó el caso de Dos Erres. Hubo
cientos de masacres durante el conflicto y Naciones Unidas concluyó que el
Ejército fue responsable de al menos el 93 % de las muertes. Además la ONU
declaró que los asesinatos sistemáticos de indígenas podrían llegar a ser un
genocidio.
Romero tenía poca información. Los
militares insistían que el caso de Dos Erres había sido obra de la guerrilla.
Gracias a la declaración de Gómez Hernández (vea la declaración), el
sobreviviente que tenía 11 años durante la masacre, la fiscal supo que el
Ejército había tenido algo que ver. Pero aún necesitaba más pruebas.
Después de un trayecto de ocho horas en
autobús a la región en el norte del país, Sara Romero llegó a la escena del
crimen. Un manto de silencio cubría las ruinas. Entrevistó a sobrevivientes que
estuvieron fuera de la aldea el día de la masacre. La mayoría tenía miedo de
hablar. Susurraban que temían la ira del teniente Carías, quien todavía seguía
como comandante en Las Cruces. Sospechaban que él había orquestado el ataque al
haberse enfrentado con los habitantes de Dos Erres.
Romero se dio cuenta que era difícil
reconstruir hasta los hechos más elementales, como la identificación de las
víctimas. Para realizar un censo, pidió a la que fue maestra de la escuela de
Dos Erres, una lista de todos los niños y familiares que pudiera recordar.
Sin víctimas confirmadas ni testigos
sólidos, Romero nunca podría resolver el caso. Pero encontró a una aliada: Aura
Elena Farfán.
De aspecto digno, Farfán tenía el pelo gris
y un carácter tan dulce como inflexible. Lideraba una asociación de derechos
humanos en Ciudad de Guatemala para víctimas del conflicto. A pesar de las
amenazas, había interpuesto una demanda criminal responsabilizando al Ejército
de la masacre en Dos Erres. En 1994, había llevado con ella a un equipo voluntario
de antropólogos forenses argentinos para exhumar los restos. (Ver acta de
defunción de N.N.)
Los argentinos –con habilidades afinadas
investigando su propia “guerra sucia”—trabajaron rápidamente y en condiciones
riesgosas. El batallón en Las Cruces los acosó siguiéndoles y tocando música
militar a muy alto volumen. La exhumación extrajo e identificó los restos de
cerca de 62 personas, muchos de ellos bebes y niños.
Farfán pudo conseguir un gran logro para la
fiscalía. A menudo daba entrevistas en la radio del Petén, donde invitaba a que
los testigos se involucraran en el caso. Después de una de esas transmisiones,
representantes de Naciones Unidas le avisaron que un ex soldado quería hablar
sobre Dos Erres. Viajó a la casa del hombre, donde se presentó disfrazada con
lentes oscuros, un sombrero rojo y un chal. Una representante española de la
ONU seguía sus pasos para protegerla.
La puerta se abrió. Allí estaba Favio
Pinzón Jerez, el ex cocinero robusto y con bigote del escuadrón Kaibil,
desayunando con sus hijos. Después de su sorpresa inicial, recibió a Farfán.
Pinzón le contó que había dejado el
Ejército y ahora trabajaba como chofer en un hospital. Nunca logró ser Kaibil
de verdad. No aguantó el duro proceso de entrenamiento. Por ser un humilde cocinero
fue maltratado por el resto de soldados de la patrulla Kaibil. Era el eslabón
débil en el código de silencio de los guerreros. Dos Erres era un fantasma que
le perseguía.
-Quería hablar con usted porque esto que
tengo aquí en el corazón, ya no lo aguanto más -le dijo Pinzón a Farfán.
Le contó la historia de la masacre y le dio
los nombres de cada miembro del escuadrón. La conversación duró horas. Farfán
se sintió abrumada, con una mezcla de disgusto y gratitud. Fue incapaz de
estrechar la mano del soldado, aunque vio que su arrepentimiento parecía
sincero.
Poco después, Pinzón le presentó a Farfán
otro veterano: César Ibáñez. La activista convenció a los dos hombres de
testificar ante Sara Romero. Contaron sus historias fríamente, sin asomo de
emoción. Habría sido imposible conocer los detalles de la masacre si los dos
hombres no hubieran hablado, por lo que se les concedió inmunidad y fueron
reubicados como testigos protegidos.
Los investigadores habían encontrado
obstáculos y amenazas por parte del Ejército desde un principio. Ahora contaban
con testimonios de primera mano que implicaban a la patrulla Kaibil en el
crimen.
Había una nueva línea de investigación: el
robo de los dos niños por el teniente Ramírez y Santos López Alonzo, el ex
panadero de la unidad.
Romero pensó que encontrar a los dos
muchachos era un punto crítico, un milagro. Debían conocer la verdad: vivían
con las personas que habían asesinado a sus padres. Ninguna otra atrocidad de
derechos humanos registrada contaba con este tipo de evidencia.
En 1999, Sara Romero y otro fiscal fueron a
casa del panadero López Alonzo, cerca de la ciudad de Retalhuleu. Su oficina
contaba con tan pocos recursos que no había apoyo policiaco ni armas. Romero
tenía sus reservas por tener que enfrentarse a este militar con acusaciones tan
graves. Sabía que los Kaibiles se jactaban de ser considerados máquinas de
matar.
Cuando vio al soldado sentado en la entrada
de su modesta casa, todos sus miedos desaparecieron. “Se le ve un hombre
sencillo, un campesino humilde”, pensó.
Las fotos familiares en casa de López
Alonzo confirmaron sus sospechas de que estaba en el lugar indicado. Era un
maya de piel oscura y cinco de sus hijos se parecían a él. El sexto chico,
llamado Ramiro, tenía piel blanca y ojos verdes.
-Mi hijo mayor tiene una historia muy
triste -le dijo López Alonzo a la fiscal.
Confesó que tras la masacre se había
quedado con Ramiro y lo había tenido viviendo en la escuela militar por tres
meses. Trajo el niño a casa y a su esposa le contó que había sido abandonado
(vea partida falsa de nacimiento de Ramiro). López Alonzo dijo que había
enlistado a Ramiro, ya con 22 años, en el Ejército. Se negó a revelar la
ubicación del chico. Cuando la oficina de la fiscal empezó a indagar, el
Ministerio de Defensa le preguntó a Ramiro si tenía algún problema con la ley.
En vez de cooperar, el Ministerio le movió de una base a otra.
Los investigadores estaban preocupados de
que Ramiro se encontrara en un grave peligro si los militares se enteraban de
queera prueba viviente de una atrocidad. Eventualmente, los fiscales lo
encontraron y se lo llevaron. Ramiro les contó que tenía recuerdos de la
masacre y del asesinato de su familia.
La familia Alonzo lo había tratado mal,
declaró, lo golpeaban y lo usaban casi como su esclavo. Durante un episodio de
ira, López Alonzo, borracho, le disparó con un rifle. Las autoridades le
convencieron de que abandonara las Fuerzas Armadas y le ofrecieron asilo
político en Canadá.
La búsqueda del otro joven fracasó.
Los fiscales averiguaron que el nombre del
chico era Óscar Alfredo Ramírez Castañeda. Su presunto raptor, el teniente
Óscar Ovidio Ramírez Ramos, había muerto ocho meses después de la masacre
cuando dormía sobre un camión que transportaba madera para construir una casa.
Murió instantáneamente cuando el camión volcó.
Una hermana del teniente fue interrogada en
Zacapa en 1999 y confesó que Ramírez había traído el niño a casa a principios
de 1983, alegando que Óscar era el hijo que había tenido con una mujer fuera
del matrimonio. Los fiscales encontraron un acta de nacimiento pero ninguna
evidencia de que la madre realmente hubiera existido. La hermana admitió que
había oído que el niño era de Dos Erres.
Óscar había dejado el país para ir a
Estados Unidos. Como su familia no quería ayudar en la investigación, Sara
Romero se vio obligada a cancelar la búsqueda.
En el intertanto, los investigadores
avanzaron en otras pistas. Habían identificado a varios ejecutores del
escuadrón Kaibil. En el 2000, un juez decretó órdenes de arresto para 17
sospechosos de la masacre.
En medio de la realidad sofocante de
Guatemala, los resultados eran decepcionantes. La policía no lograba llevar a
cabo los arrestos. Los abogados de la defensa bombardearon al tribunal con
documentos y apelaron a la Corte Suprema. El alegato de la contraparte fue que
sus clientes estaban protegidos por leyes de amnistía, argumentos inexactos que
estancaban las investigaciones.
Sara Romero se estrelló con el poder del
Ejército. Parecía que la justicia se le escapaba, como lo había hecho Óscar.
(*) Con reportes por Habiba Nosheen,
especial para ProPublica, y Brian Reed, This American Life